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28 de abril de 2024

Retrato de Augusto II de Sajonia por  Marcello Bacciarelli

Retrato de Augusto II de Sajonia, por Marcello Bacciarelli

Picotazos de historia

Augusto II de Sajonia, el gigante al que le encantaba gastar bromas

Fanfarrón pero en buen tono, divertido, taimado si lo exigía la ocasión, amaba las bromas

Augusto II de Sajonia (1670 – 1733) fue una personalidad deslumbrante. Medía más de dos metros y poseía una fortaleza hercúlea que gustaba de exhibir –enderezaba herraduras y, si estaba de humor pícaro, luego pedía al embajador o invitado que juntara las muñecas y cerraba el hierro alrededor de estas para, inmediatamente, despedirle. Teniendo, el invitado, que abandonar la estancia desconcertado y engrilletado–, era amante de la cultura, de las artes (de las que fue importante mecenas) y un individuo de gran vitalidad, en todos los sentidos.
Viendo la oportunidad de adquirir la corona de Polonia, no dudó en convertirse al catolicismo. Lo que conllevó que su esposa –firme protestante– decidiera hacer vida separada, en protesta por esa decisión. A Augusto no le importó en absoluto. Dejó un heredero con Eberdina de Hohenzollern (su esposa), nueve hijos reconocidos con diferentes mujeres (de los cuales el más conocido fue el mariscal Mauricio de Sajonia ) y una pléyade de bastardos (se cifran entre trescientos cincuenta y ochocientos). Con el paso de los años fue amante de dos generaciones y siempre se sospechó que la hija de su antigua amante (y amante de turno) en realidad era su propia hija.
Fanfarrón pero en buen tono, divertido, taimado si lo exigía la ocasión, amaba las bromas. En 1698 Augusto se encontró con el zar Pedro II de Rusia, que estaba de regreso tras su Gran Embajada por varios países de Europa –la primera vez que un zar salía de los confines de sus dominios– en la ciudad polaca de Rawa. Ambos eran gigantes y tenían ambiciosos planes y se necesitaban el uno al otro. Forjaron una amistad y una alianza que daría al traste con el Imperio sueco, su enemigo común. Augusto regaló al zar Pedro una exquisita caja de oro cuya tapa estaba adornada con una primorosa miniatura que mostraba un retrato de su última amante. Accionando un oculto resorte, el retrato de la señora era sustituido por otro que mostraba a la misma señora pero revuelta la ropa, encendidas las mejillas y en voluptuoso abandono tras las atenciones de su amante.
Otra broma, recibida con mixtas reacciones, de la que tenemos noticia, la gastó al Rey de Prusia. En 1728, Federico Guillermo I de Prusia viajó a Dresde, acompañado por el joven Federico (futuro Federico II el Grande) de dieciséis años de edad. Augusto II buscaba alianzas en su guerra contra Suecia, Prusia podía aportar su ejército y tenía frontera con los suecos. Pero, Augusto, no pudo contenerse y gastó una broma a sus huéspedes. Mientras les enseñaba las maravillas de su palacio en Dresde: la bóveda verde, la sala de las preciosidades, la habitación de plata..., entraron en lo que parecía un amplio dormitorio. Este era grande, ricamente adornado y con una gran cama con baldaquino cuyas cortinas estaban cerradas. Mientras Augusto llamaba la atención de sus huéspedes sobre los frescos que decoraban el techo, a una señal suya, se levantaron las cortinas de la cama mostrando a una bellísima joven, como Dios la trajo al mundo, en sugerente postura.
Federico Guillermo, persona púdica y timorata, salió furioso de la habitación arrastrando a un divertido e interesado príncipe Federico, mientras el Elector se reía a grandes carcajadas. Esa noche, Augusto, envió a la joven al dormitorio del joven Federico quien, al parecer, se mostró muy contento con la hospitalidad del sajón.
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