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03 de mayo de 2024

Entrada del ejército francés en Roma, 15 de febrero de 1798, por Hippolyte Lecomte

Entrada del ejército francés en Roma, 15 de febrero de 1798, por Hippolyte Lecomte

Picotazos de historia

El triste final de la gloriosa República de Venecia: Napoleón amenazó con arrasar la ciudad

El avance del ejército francés en Italia se caracterizó por el expolio artístico del patrimonio de cada una de las poblaciones que caía bajo control del ejército francés y la recaudación masiva para financiar la campaña

El año 1796 fue un año que trajo dos grandes acontecimientos en la vida de Napoleón Bonaparte, por un lado contrajo matrimonio, el 8 de marzo, con una de las «viudas de la guillotina»: la vizcondesa Josefina de Beauharnais; el otro es que, tres días después de la ceremonia, partía para tomar el mando de su primer ejército y dirigir su primera campaña: la Campaña de Italia.
Para el 26 de abril Saboya y Niza habían sido incorporadas al territorio francés. En mayo los duques de Módena y Parma tuvieron que pagar dos millones de libras francesas por su neutralidad –cada uno– además el general seleccionó las mejores piezas artísticas de los palacios ducales para enviarlos a París. Y es que el avance del ejército francés en Italia se caracterizó por el expolio artístico del patrimonio de cada una de las poblaciones que caía bajo control del ejército francés y la recaudación masiva para financiar la campaña. Como un rayo Napoleón avanzaba con intención de atacar al ejército austriaco e invadir el territorio del Imperio, para eso tendría que atravesar el territorio de la República de Venecia. ¡Ay de ellos si se oponían!
A finales de marzo de 1797 Napoleón invadía el Tirol, dejando guarniciones en Bergamo, Brescia y Verona que eran territorio veneciano. Esas guarniciones se comportaron como amos en terreno conquistado y llevaron la paciencia del paisanaje hasta el límite. Y estallaron los actos violentos. Eso era lo que esperaba Napoleón.

Durante las fiestas de Semana Santa no se tratarían negocios políticos o de otra índole excepto los oficios religiosos

El 10 de abril dictó un ultimátum al dogo de Venecia, que debería serle entregado personalmente por su ayudante de campo el general Andoche Junot. Este llegó a la ciudad de Venecia al anochecer del día 14, que caía en Viernes Santo. Nada más llegar, Junot pidió ser recibido por el dogo pero la respuesta fue cortés, pero firme: durante las fiestas de Semana Santa no se trataban negocios políticos o de otra índole excepto los oficios religiosos.
«Tengo órdenes del general Bonaparte de entregar, personalmente al dogo, su mensaje dentro de las veinticuatro horas de mi llegada a la ciudad. De no poder cumplir con la orden la República de Venecia deberá hacer frente a las consecuencias».
Ludovico Manin

Ludovico Manin

Al día siguiente, por la mañana, Junot pudo leer el mensaje de Napoleón al dogo y al Gran Consejo. Básicamente eran recriminaciones y acusaciones y, al final, una amenaza. Ludovico Manin, quien sería el último dogo (o dux) que tuvo la República de Venecia, envió emisarios para calmar al furibundo general. Cuando por fin alcanzaron al esquivo ejército francés –Napoleón siempre se desplazó con rapidez– el corso les cubrió de recriminaciones y sentenció: «Seré un Atila para el Estado de Venecia». Los emisarios transmitieron, cabizbajos, el mensaje del general francés al dogo y la Gran Consejo. Nadie se hacía ilusiones. El Estado estaba condenado. No tenían tropas, no tenían flota y, peor aún, no tenían ánimo.

El Estado estaba condenado. No tenían tropas, no tenían flota y, peor aún, no tenían ánimo

El viernes 12 de mayo de 1797 el Gran Consejo se reunió por última vez. Apenas había empezado el dogo el discurso de convocatoria cuando se oyeron descargas cerradas de fusilería. Eran unas tropas de Dalmacia que, por orden de Napoleón, abandonaban la ciudad y, a modo de despedida, disparaban al aire sus armas al partir. Al sonido de las descargas los próceres saltaron de sus asientos y huyeron abandonando los ropajes que representaban sus cargos. Solo quedó el dogo, sentado en su sitial y llevando el curioso gorro indicativo de su cargo: el «corno». Lentamente abandonó la sala y se encaminó hacía sus aposentos privados. Una vez allí, se quitó el corno de la cabeza, lo miró un momento y se lo pasó a su criado. «Tómalo. No voy ha necesitarlo más».
De esta manera tan poco digna terminó una República que fue gloriosa y cuya historia duró, exactamente, mil cien años.
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