Módulo de mando del Apollo XIII
Jim Lovell y el Apollo XIII, un fracaso que inspiró al mundo
El astronauta, comandante de la misión, fue el hombre que salvó a la tripulación del Apollo XIII
La historia de la navegación espacial es, por definición, una gran historia en sí misma. Para entenderlo hay que ponerlo en contexto. El hombre llegó al espacio solo 60 años después de echar a volar.
Esta historia está llena de hitos. Todo el mundo recordará siempre el 20 de julio de 1969, cuando Neil Armstrong y Buzz Aldrin llevaron a cabo el primer alunizaje. El relato de las misiones Apollo es una concatenación de éxitos y de grandes luces. Pero también hay fracasos.
Uno de ellos sucedió en abril de 1970. Jim Lovell, Fred Haise y Jack Swigert se subieron a bordo del Apollo XIII. Lovell era un veterano. Ya había participado en la octava misión de este proyecto: dio la vuelta a la Luna y regresó a la Tierra. El objetivo de la decimotercera, no obstante, era pisarla.
Pero, como todo el mundo sabe, no lo consiguió. La del Apollo XIII es la historia de un fracaso. Sin embargo, aquel fracaso inspiró a toda la humanidad. Lovell nos enseñó a perseverar, a no rendirnos. A seguir adelante, en definitiva. Esta es la historia del fracaso más exitoso de todos los tiempos.
La inesperada virtud de no conseguirlo
Apenas dos días después del despegue, el Apollo XIII falló. «OK, Houston, tenemos un problema», dijo Lovell para el control de la misión y para la historia. La nave había perdido potencia eléctrica, la presión de oxígeno bajaba y se mermó la capacidad de producir agua potable. Los tres iban a contrarreloj.
Lovell era el comandante, es decir, el responsable, el encargado de tomar decisiones rápidas, y trascendentes, en segundos. La exploración se convirtió en supervivencia, y el bote salvavidas, la idea que se le ocurrió al astronauta, fue utilizar el Acquarius, el módulo lunar como residencia temporal.
Este habitáculo carecía de protección térmica, por lo que no servía para hacer la reentrada en la atmósfera terrestre. Así que, cuando se acercaban a la Tierra, los tripulantes volvieron a ocupar el Odissey, el módulo de mando. Los ojos del mundo estaban puestos en Lovell, que, además de las decisiones técnicas y de seguir las instrucciones de los infatigables ingenieros de la NASA, transmitía confianza.
El Acquarius no estaba diseñado para una estancia prolongada, por lo que el tiempo apremiaba. Pero la prisa, en este caso, no fue enemiga de la pericia. La tripulación calculó, en el viaje de vuelta, correcciones de rumbo con el Sol como referencia; programó apagones para ahorrar energía. Y mantuvieron la moral alta.
¿Cómo? Con la fe inquebrantable de quien quiere volver. El oxígeno era un problema, y, siguiendo instrucciones precisas, los tripulantes consiguieron ensamblar un filtro improvisado. Y así con todo. Cada nuevo obstáculo requería una solución, que todos, en colaboración y con esfuerzo, fueron encontrando.
Lovell siguió instrucciones y tomó, por su cuenta, decisiones. Y, así, volvieron a casa. Fracasaron en su misión, pero lograron regresar. Y la lección del Apollo XIII sigue vigente: a veces, lo único que se puede hacer es seguir adelante. Por mucho que acose el miedo, por mucho que el peligro aceche, lo mejor es seguir remando.
El comandante fue dos veces a la Luna, pero nunca consiguió pisarla. No obstante, logró lo más importante, lo más difícil: volver. Y su ejemplo se quedó grabado en la memoria colectiva como el paradigma de la valentía, del coraje ante las adversidades. Incluso en el espacio, donde solo unos pocos hombres habían estado antes que él.
Lovell cayó del cielo para inspirar en la Tierra, para enseñar al mundo que la inteligencia y la templanza son los mejores antídotos contra el miedo. El astronauta volvió para contar la historia del fracaso más afortunado de todos los tiempos, para dar la lección de que la lucha, cuando es buena, siempre merece la pena.