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Prohibido divertirse. Un gobernador puritano multa a un grupo de hombres por tomar parte en juegos navideños

Prohibido divertirse. Un gobernador puritano multa a un grupo de hombres por tomar parte en juegos navideños

1647: el año en que Cromwell prohibió la Navidad por decreto

El pueblo inglés, aunque protestante, no estaba dispuesto a que le robaran su fiesta. La prohibición de la Navidad provocó lo que las armas realistas no habían conseguido: una revuelta popular transversal

En los últimos tiempos, los católicos se han visto asediados por esa «neolengua» que pretende sustituir el «Feliz Navidad» por unas asépticas «Felices Fiestas». Uno tiende a pensar que esta guerra contra la tradición es un invento moderno, pero nada más lejos de la realidad. La estupidez humana, especialmente cuando se disfraza de superioridad moral, es cíclica.

Mucho antes de que los burócratas de lo políticamente correcto decidieran que el belén ofende, hubo alguien que intentó cancelar el nacimiento de Dios por decreto ley. Ese hombre fue Oliver Cromwell, y su historia es la demostración de que no hay nada más peligroso para la libertad que un puritano con mando y poder.

Para entender este esperpento histórico, hay que viajar a la Inglaterra del siglo XVII. Mientras en la España del Siglo de Oro celebrábamos la Nochebuena con la Misa del Gallo y los villancicos, en las islas británicas se estaba gestando una herejía de tristeza. Los puritanos, esa facción radical del calvinismo que miraba con sospecha cualquier cosa que produjera placer estético o espiritual, llegaron a la conclusión de que la Navidad era una abominación.

El odio teológico a la «Misa de Cristo»

La raíz del problema era, como casi todo en aquella época, teológica. Tras decapitar al rey Carlos I, Cromwell instauró el Protectorado. Y con él llegó la dictadura de la grisura. En 1644, el Parlamento dio el primer paso: decretó que el 25 de diciembre debía ser un día de ayuno y penitencia, no de celebración. Comenzó en ese momento una regeneración espiritual —como ellos mismos la llamaron— en la que perseguían todas las costumbres «impuras» que falsamente conmemoraban el nacimiento de Cristo. Pero aquello fue solo el comienzo. En 1647, la prohibición se hizo total. La Navidad, simplemente, dejó de ser legal.

Lo que siguió fue un régimen de terror doméstico que ríanse ustedes de las distopías de Orwell. La Navidad pasó a la clandestinidad. El Parlamento ordenó que las tiendas debían permanecer abiertas el día de Navidad bajo pena de multa o cárcel. Se prohibieron los servicios religiosos especiales y las iglesias cerraron sus puertas con candado para evitar todas aquellas misas que no fueran las austeras, marcadas por el régimen.

Pero la obsesión puritana llegó hasta las cocinas, y aquí es donde la historia roza lo grotesco. Se declaró la guerra a los símbolos gastronómicos de la fiesta: el ganso asado, el pudin y, sobre todo, los mince pies (pasteles de carne y fruta típicos). Los soldados de Cromwell patrullaban las calles de Londres entrando en las casas, husmeando en los hornos y confiscando cualquier vianda que sugiriera celebración. Además, se consideraba que decorar la casa con acebo o hiedra era un acto de sedición. La capital inglesa, una ciudad vibrante, se convirtió en un escenario mudo y triste, donde la alegría era un delito de Estado.

La rebelión de los villancicos

Sin embargo —y esto es algo que reconforta al espíritu conservador—, la naturaleza humana (y la gracia divina) es tozuda. El pueblo inglés, aunque protestante, no estaba dispuesto a que le robaran su fiesta. La prohibición de la Navidad provocó lo que las armas realistas no habían conseguido: una revuelta popular transversal.

En Canterbury, en la Navidad de 1647, la gente salió a la calle. Colgaron decoraciones en las puertas de las tiendas que habían sido obligadas a abrir. El alcalde intentó reprimir la fiesta y se desató un motín. Surgió una literatura clandestina. Panfletos como The Vindication of Christmas (La vindicación de la Navidad) circulaban de mano en mano. Fue la primera guerra cultural moderna. Los puritanos controlaban el Parlamento y el Ejército, pero la gente controlaba la tradición. Se celebraban misas secretas en sótanos, se comía pastel a escondidas y se bebía a la salud de una vuelta a la Navidad.

Martín Lutero aparece representado con su familia y amigos delante de un árbol de Navidad en Nochebuena

Martín Lutero aparece representado con su familia y amigos delante de un árbol de Navidad en Nochebuena

El virus cruza el charco

Es curioso notar, para aquellos que idealizan el modelo anglosajón, que este virus antinavideño viajó a América en el Mayflower. Los Padres Peregrinos, que huían de Europa para poder ser puritanos sin que nadie les molestara, llevaron su odio a la Navidad a Boston. En la colonia de Massachusetts, celebrar la Navidad fue un delito penal desde 1659 hasta 1681.

Quien fuera sorprendido «holgazaneando» o celebrando banquetes el 25 de diciembre debía pagar cinco chelines de multa. Mientras en las misiones españolas de California o Florida los franciscanos enseñaban a los indios a cantar villancicos y montaban belenes preciosos, en el Boston puritano reinaba el silencio sepulcral del invierno calvinista. Eso explica, en gran medida, la frialdad original de cierta cultura norteamericana, que solo recuperó la Navidad en el siglo XIX gracias, en parte, a la inmigración católica.

La Restauración y el triunfo del sentido común

En 1660, Carlos II regresó del exilio. La Restauración no solo trajo de vuelta a la monarquía; trajo de vuelta la Navidad. Las leyes absurdas fueron derogadas. Las iglesias abrieron, las campanas volvieron a sonar y, lo más importante, los ingleses pudieron volver a comer pastel de carne sin miedo a que un sargento les derribara la puerta. La pesadilla puritana había terminado.

Hoy, los herederos espirituales de Cromwell no llevan sombrero de copa alto ni hebillas en los zapatos. Llevan credenciales de progresismo, escriben columnas en periódicos globales y legislan desde Bruselas. El mecanismo mental es idéntico: el odio a la tradición cristiana disfrazado de virtud moral. Cromwell prohibió la Navidad; hoy se quiere diluir porque es «poco inclusiva». Cromwell confiscaba pasteles; hoy nos dicen que comer carne destruye el planeta. Cromwell odiaba la belleza de la liturgia; hoy se sustituye por la banalidad del consumo o la asepsia laica.

La lección que nos deja la historia es que se puede prohibir la fiesta por decreto, pero no se puede legislar contra la sed de trascendencia del corazón humano. Al final, la Navidad siempre gana, porque la Navidad es Verdad. Y frente a la Verdad, ya sea ante un dictador del siglo XVII o ante un burócrata del siglo XXI, la única postura digna es la resistencia: poner el belén, cantar bien alto y brindar con un buen vino —a ser posible español— a la salud de aquellos que intentaron prohibirnos ser felices y fracasaron estrepitosamente.

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