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27 de abril de 2024

Tanque ruso Ucrania

Un tanque ruso abandonado en un camino a las afueras de JarkovAFP

84 días de guerra en Ucrania

Tras las líneas enemigas: combatir la pandemia en tiempos de guerra

Desde el 11 de septiembre se han añadido 50 nuevos grupos a la lista de Organizaciones Terroristas Extranjeras de Estados Unidos, hasta un total de 73

La guerra de Ucrania nos ha distraído del combate contra la COVID-19. Se ha bajado la guardia. La cercanía del conflicto ha dejado en segundo plano la preocupación por la epidemia.
El futuro energético, las inquietudes económicas, el miedo a un aumento en la escalada han ocupado a estrategas y analistas, más que una gran epidemia que se mantiene viva, aun con menos mortandad.
En la Ucrania actual, las responsabilidades en materia de salud pública recaen en gran medida en los dos Estados en guerra, Rusia y Ucrania; en algunas partes del este de Ucrania, las campañas de vacunación han recaído en las «Repúblicas Populares» de Dontesk y Luhansk: organizaciones separatistas armadas y respaldadas por Rusia.
Pero son otros muchos los lugares del mundo que necesitan la ayuda de las organizaciones sanitarias y no la reciben. Los grupos de ayuda que trabajan en esas áreas fuera del control tienen que sortear tanto los desafíos logísticos inherentes a todas las campañas de inmunización, como garantizar que las vacunas estén continuamente refrigeradas, como las exigencias de cooperar con grupos armados no estatales, incluidos los designados como organizaciones terroristas.
Es imposible vacunar al mundo contra la COVID-19 sin involucrar a dichos grupos. Quienes prestan servicios sanitarios y de seguridad en una región tienen que participar para facilitar la entrega de vacunas. En muchos lugares, como Myanmar, Siria y la República Democrática del Congo, los grupos no estatales suelen asumir estas responsabilidades o facilitar la entrega de la ayuda internacional.
No todos los grupos armados están bien situados para ayudar a implementar las campañas de vacunación, ni serán socios útiles. Por ejemplo, Boko Haram, grupo militante islamista de África Occidental, socavó los esfuerzos para contener la propagación de la COVID-19 al declarar que las restricciones a las grandes reuniones eran un medio para perseguir a los musulmanes.
Sin embargo, otros actores armados no estatales han respondido favorablemente al llamamiento de alto el fuego mundial de 2020 del secretario general de la ONU como, por ejemplo, las Fuerzas de Defensa del Sur de Camerún, las Fuerzas Democráticas Sirias, el Ejército de Liberación Nacional de Colombia, el Frente Revolucionario Nacional de Tailandia y el Nuevo Ejército del Pueblo de Filipinas.
En Myanmar, el Ejército de la Independencia de Kachin y el Ejército de Arakan, ambos grupos armados no estatales, distribuyeron al parecer vacunas a las poblaciones de las zonas que controlaban.
En 2013, por ejemplo, el Grupo de Trabajo para el Control de la Polio en Siria –una coalición de grupos de la oposición y ONG con el apoyo de organizaciones como la OMS, UNICEF y la Medialuna Roja turca– organizó una campaña de inmunización en el territorio controlado por la oposición para detener un brote de polio.
Fue notablemente eficaz, llegando a más de un millón de niños gracias a la cooperación de los grupos rebeldes y al reclutamiento de vacunadores que, como dice un estudio, «gozaban de la confianza tanto de la comunidad como de los militantes».
Las pruebas de las eficaces campañas contra la poliomielitis en Burundi y Afganistán en 2001 y 2007, respectivamente, también demuestran que, al cooperar con los grupos armados, las organizaciones sanitarias pueden traspasar las líneas del conflicto y vacunar a los niños con éxito.
Pero la ayuda humanitaria, en este caso sanitaria, con este tipo de grupos sitúa a los actores de esa ayuda «tras las líneas enemigas». La realidad es más compleja que los ideales humanitarios y tras los atentados del 11 de septiembre, Estados Unidos, junto con sus aliados, adoptaron sanciones de gran alcance que prohibían a las agencias de ayuda colaborar con grupos armados designados como terroristas.
George W. Bush emitió una orden ejecutiva que declaraba ilegal «ayudar, patrocinar o proporcionar apoyo financiero, material o tecnológico, o servicios financieros o de otro tipo a las organizaciones terroristas».
La revocación también permitía adoptar medidas punitivas contra organizaciones «asociadas de otro modo con determinadas personas o entidades» designadas como terroristas por el Gobierno de Estados Unidos.
De hecho, el «juego de espías» en estas dos últimas décadas, hasta el cambio de paradigma en que nos ha introducido la invasión de Ucrania se ha dado a través de la «agencia» de estas Organizaciones No Gubernamentales (ONG), en muchas ocasiones ideológicamente cercanas a los grupos a los que prestaban auxilio.
En 2010, el Tribunal Supremo de EE. UU. dictaminó que el mero hecho de impartir formación en resolución pacífica de conflictos a grupos considerados organizaciones terroristas violaba la ley, una prohibición que se extiende incluso a proporcionar el tipo de formación médica básica necesaria para una campaña de vacunación.
Además, la lista de grupos terroristas sigue creciendo y desde el 11 de septiembre se han añadido 50 nuevos grupos a la lista de Organizaciones Terroristas Extranjeras de Estados Unidos, hasta un total de 73.
Las organizaciones humanitarias se han visto disuadidas de tratar incluso con aquellos grupos armados no estatales que no han sido designados por Estados Unidos como terroristas.
En última instancia, para vacunar a todas las poblaciones contra la COVID-19, Estados Unidos y sus socios occidentales deben confrontarse este mundo complejo, que obliga a moverse «tras las líneas enemigas».
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