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27 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Sánchez está muerto, pero no lo sabe

Sánchez siempre ha sido el presidente menos votado de la historia. Pero su falta de escrúpulos para el pacto y la fragmentación en tres de la derecha obró el milagro de llevarle a la Moncloa. Y eso ya se ha terminado

Actualizada 04:52

La derecha ha logrado un 49 por ciento de los votos en Castilla y León, frente a un 34 por ciento de la izquierda. No es ninguna sorpresa, en realidad: Pedro Sánchez puso su célebre moción de censura, aliado con lo peor de cada casa y parapetado en una sentencia fake de un juez amigo, cuando constató que no tenía otra forma de llegar a Moncloa: el CIS auténtico, y no este NODO sociológico a la mayor gloria del pequeño Caudillo, situó la diferencia de bloques, en la primavera de 2018, en cinco puntos.
Sánchez, derrotado dos veces ya y cada vez más cuesta abajo, vio su oportunidad y la aprovechó a lomos de Iglesias, Junqueras y Otegi; el mismo trío calavera con el que ya intentó pactar tras palmar dos veces en seis meses contra Rajoy.
Entonces le frenó el PSOE auténtico, hoy inexistente, pero no explicó por qué le arrojaba por la ventana y permitió, con ese clamoroso error de Javier Fernández, que Sánchez le vendiera la moto trucada a los escasos militantes socialistas de que solo él se negaba a venderse al PP: su «no es no» para analfabetos siempre fue un «sí es sí» a Otegi.
Sánchez ganó las primarias con una mentira y llegó a la presidencia con otra, pactando con todo lo que debía haber contribuido a aislar, escondiendo sus intenciones a sus propios votantes y mostrando luego disposición a hacerlo con cualquiera: si Charles Manson, el estrangulador de Boston o José Bretón hubieran sacado escaño por Soria, Ceuta o Teruel –síganme el juego–, el impúdico líder del PSOE hubiese encontrado argumentos para pactar con ellos y echarle la culpa a la ultraderecha.
Solo la falta de escrúpulos del presidente con menos diputados propios de la democracia, unido a esa tormenta perfecta para él que fue la fractura del centroderecha en tres siglas, ha mantenido el espejismo de que su izquierda era hegemónica.
Roto ahora, al igual que en Madrid pero con distinto reparto de escaños, en Castilla y León: la derecha le ha sacado un 35 por ciento de escaños a la izquierda, un dato abrumador que exige de PP y Vox una reflexión serena que subordine su legítima competición a su objetivo compartido de desalojar al sanchismo.
Porque ese voto siempre ha estado ahí, pese a la aritmética creativa de Sánchez y el maquillaje mediático palanganero, pero además ahora se han invertido las tornas: quien no tiene socios robustos es el PSOE, con el hundimiento de Podemos, la tibieza del Podemos Bis de Yolanda Díaz y el hedor de ERC y Bildu. Y quien, por el contrario, no tiene que dilapidar escaños por la fragmentación del voto en tres opciones, es la derecha.
El PSOE es el mismo PSOE de 2018, con poco voto propio, pero además todas sus muletas se han quebrado o huelen a impunidad etarra y delirio golpista. La derecha, en cambio, tras ayudar involuntariamente a que el líder socialista menos votado de la historia parezca Kennedy, ha echado a un tercer comensal, Ciudadanos, que sumaba poco y comía mucho.
Eso, por cierto, es mérito de Casado: si hubiera comenzado su andadura compitiendo con Vox, Sánchez se hubiera acercado a Ciudadanos y la victoria popular sería inalcanzable. Logrado eso, ahora tiene más sencillo entenderse con Vox desde una premisa que algún día tendrán que asumir todos: ni hay tantas diferencias entre Casado y Abascal ni las hay entre Ayuso y los anteriores. Como no las hay entre los votantes de sus partidos.
El día que dejen eso claro, sin prisa pero sin pausa, el sanchismo, que siempre fue una ficción, será además una pesadilla superada: Sánchez está muerto porque nunca estuvo vivo, pero todavía no lo sabe.
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