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04 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La chapela del PNV y el Guggenheim

Curioso: el éxito del museo bilbaíno se debe a haber aparcado por una vez la obsesión localista del nacionalismo vasco para abrirse a lo cosmopolita

Actualizada 09:38

El PNV celebra estos días entusiasmado el 25 aniversario del Museo Guggenheim de Bilbao. Efectivamente, fue una perfecta jugada de márquetin y además mudó la faz gris de la ciudad con un formidable remozado urbanístico. El Gobierno vasco resalta que ese gran templo de titanio contorsionista ha recibido 25 millones de visitantes y ha aportado al PIB regional 5.884 millones (siempre me hace gracia el ajuste tan fino en este tipo de macro cifras, cuando en realidad se sueltan un poco al voleo).
Cuando se inauguró el Guggenheim, en octubre de 1997, el acto estuvo encabezado por el Rey Juan Carlos, el jefe del Estado. Esta vez el PNV se ha cuidado de que no haya un solo invitado que huela a España. Acudieron los jefes neoyorquinos de la Fundación Solomon Guggenheim, el arquitecto Frank Gehry e importantísimas personalidades locales, como el diputado general de Vizcaya (provincia que ahora llaman Bizkaia), o artistas tan reconocidos en todo el orbe como Txomin Badiola, Pello Irazu o Ixone Sádaba (a los que yo, gañán que soy, no había oído mencionar en mi vida). Pero ni rastro de la Corona, o de un solo miembro del Gobierno de España, no se vaya a tiznar el PNV.
La paletada de no haber hecho partícipe al resto de España del festejo del Guggenheim contrasta con el espíritu con que se acometió el proyecto. Y es que curiosamente el PNV se anotó ese gran éxito haciendo por una vez lo contrario de lo que practica de manera cerril desde su fundación. Es decir, en lugar de mirarse el ombligo identitario se planteó un proyecto cosmopolita. No se buscó un arquitecto con siete apellidos vascos y el preceptivo RH, sino que se recurrió al genio barroco de Frank Gehry, maestro judío canadiense. Para la colección y la marca no se optó por centrarse en el afamadísimo arte vasco, como reclamaba el escultor local Jorge Oteiza (pícaro que más tarde acabaría firmando un convenio con el propio Guggenheim). Lo que se hizo fue firmar un acuerdo con una fundación neoyorquina, fundada por un mecenas judío, que tiene también museos en Nueva York y Venecia y pronto en Abu Dabi. Para engalanar los accesos pudieron elegir una obra de Chillida, o de Oteiza, o plantar una estatua en homenaje a Sabino Arana… Pero no: optaron por Puppy, un perrito pop, gigante y de flores, obra del superventas estadounidense Jeff Koons. El propio edificio y Puppy se llevan la mayoría de los selfis y de las admiraciones (porque, seamos francos, la colección de dentro, saturada de metralla del soporífero arte moderno, deja al público bastante frío). Por último, la constructora elegida para levantar el soberbio edificio tampoco fue Cementos Txomin de Irún, sino una de las grandes multinacionales de la construcción españolas, Ferrovial.
Oh paradoja: va y resulta que el mayor éxito del PNV en las tres últimas décadas lo ha logrado abrazando el cosmopolitismo y aparcando su proverbial ombliguismo paleto, ese ideario tan moderno que les lleva a crecer que uno de Burgos y uno de Álava forman parte de dos países distintos y deben repelerse.
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