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26 de abril de 2024

Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Jueces de partido

Hay quien dice que los jueces no han sido elegidos por el pueblo. Ni falta que hace. Tampoco lo son los médicos, los periodistas o los jardineros

Actualizada 01:30

El bloqueo de la renovación de los miembros del Consejo General del Poder Judicial es la consecuencia natural del sistema de elección establecido. La Constitución, en su artículo 123.3, establece: «El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión». La ley orgánica, en su redacción actual, establece que los veinte sean elegidos por las dos Cámaras. El Tribunal Constitucional, a mi juicio equivocadamente, sentenció la constitucionalidad del procedimiento. La Norma fundamental no dice «al menos cuatro», sino «cuatro». El Congreso nombra cuatro y el Senado otros tantos. Si eligen cada uno a diez, se incumple la Constitución. Por lo demás, el sistema preferible sería que el Parlamento no interviniera en la elección. Si que haya ocho miembros del Consejo que sean jueces de partido ya es malo, mucho peor es que lo sean los veinte.
No existe acaso creencia política más perniciosa que la que pretende que la democracia y la libertad van necesariamente unidas. La democracia, entendida como elección popular de los gobiernos, ya sea directamente o a través de los representantes elegidos por él, no garantiza por sí sola la libertad. Se enajena la libertad si se elige cada cuatro o cinco años a un déspota que todo lo decide. Por eso decía Tocqueville que la naturaleza del amo le importaba mucho menos que su existencia. Habrá muchos que se sientan libres en esa situación. Yo, desde luego, no. Hay quien dice que los jueces no han sido elegidos por el pueblo. Ni falta que hace. Tampoco lo son los médicos, los periodistas o los jardineros. Se objetará que los jueces constituyen un poder del Estado. Cierto, pero independiente del Gobierno y del Parlamento.
La teoría es tan antigua y sabia como ignorada. Es una ley que está en la naturaleza de las cosas que todo el que tiene poder tiende a abusar de él. No hay poder que se limite a sí mismo. Su tendencia es hacia la expansión desenfrenada. «El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente» (Lord Acton). Por eso es necesario que el poder limite al poder (Montesquieu). De ahí deriva la necesidad de la división de poderes. No se trata de una organización de funciones estatales, sino de la garantía de la libertad. La Constitución de los Estados Unidos, que aplicó los principios de los redactores de El Federalista, constituye un magnífico ejemplo. Tocqueville, poco antes de mediar el siglo XIX, señaló que nunca, como en América, se había concedido a los jueces un poder tan grande, como es la posibilidad de no aplicar una ley o una disposición del Gobierno por considerarla contraria a la Constitución. Luego, la cuestión podía llegar al Tribunal Supremo, que tiene la última palabra. Jueces no elegidos por el pueblo pueden anular normas aprobadas por un Presidente y unos parlamentarios, elegidos por él. A muchos les parecerá una aberración democrática. A mí me parece una maravilla liberal. Por eso, con el permiso de Kelsen, prefiero el sistema de control de la constitucionalidad americano al nuestro.
El desbloqueo de la renovación del Consejo tiene un camino mucho más recto que el acuerdo entre los dos partidos más votados: la modificación del sistema de elección y que dejen de ser elegidos por ellos. Por más independientes y honrados que sean, y la inmensa mayoría lo son, un juez designado por los partidos es un juez de partido. El juego limpio exige que el árbitro no sea elegido por los jugadores.
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