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30 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Risto Mejide

España debe hacer un ejercicio que yo he hecho: supere sus prejuicios y derrote a la política de bandos intentando ponerse en pellejo ajeno para charlar de algo más que de Sánchez y de Feijóo

Actualizada 01:30

He tenido la suerte de trabajar con la práctica totalidad de las vacas sagradas del periodismo nacional, a babor y a estribor, aunque según mi madre y muy pocos más, la suerte ha sido para ellos: no le llevaré la contraria, me juego la dosis de albóndigas semanal y mi adicción a estas alturas ya es incurable.
No con todos la experiencia ha sido fantástica, aunque de todos me quedo los buenos ratos: la memoria ha de ser como un PC selectivo sin espacio para los borrones, que son la condena eterna del rencoroso y debilitan más que el halago.
El juicio sobre cualquiera de ellos nunca tiene que ver con cuestiones ideológicas, que solo son una zanja cuando vienen acompañadas del juego sucio profesional y de las miserias personales, existentes en las estrellas en la misma proporción que en el conjunto de la sociedad y son, siempre, un síntoma de incultura.
Si hiciéramos todos el revolucionario experimento de charlar sobre los vastos intereses, inquietudes y opiniones que conforman una vida, nos daríamos cuenta de que las coincidencias son clamorosamente superiores a los desencuentros y, en ese instante mágico para la humanidad, la política se adecentaría al perder su destructiva herramienta de la división como gran argumento comercial.
Pedro Sánchez no sería nadie, o sería solo sus vergüenzas, si su relato de rojos y azules camuflado de poderosos y descamisados encontrara por respuesta la carcajada despectiva que merece.
Esa actitud no siempre es entendida: a menudo me han reprochado que vaya a un programa de Cuatro donde no se hacen rehenes con liberales y conservadores o un muerto de Ayuso en una residencia de Madrid cuenta más que diez de Page en Toledo.
O cómo me cae muy bien Angels Barceló pese a haber salido de la Ser por la puerta de atrás y ver las cosas con unas gafas tan distintas a las mías. O cómo acudo a La Sexta, me encanta Susanna Griso y, en general, salgo de mis confortables guaridas en El Debate, la Cope o Trece con mis admirados Rubido, Herrera o Jiménez para adentrarme, como el padre de La carretera, la distópica novela de Cormac McCarthy, en un páramo ideológico.
La respuesta es sencilla para un madridista: nos gusta jugar en el Camp Nou y nos mueve, aunque tantos no se lo crean, un sincero ánimo de aportar un contrapunto a lo que tan a menudo es un despliegue estremecedor de prejuicios, inexactitudes y silencios.
Ese viaje me llevó con recelo a un programa presentado por Risto Mejide, que me parecía sin conocerle tan gilipollas como a ustedes: ¿Un puñetero publicista haciendo un programa informativo? ¿Rodeado encima de graciosillos de la zurda más contumaz? ¿Precedido por su fama de Shrek del entretenimiento, no siempre blanco y en ocasiones cruel? ¿Qué podía salir bien?
Ahora que abandono Todo es Mentira y dejo a Mejide, por razones profesionales que me obligan a hacer la maleta con nostalgia por lo vivido y más ilusión por lo que viene, he de decir que todos esos prejuicios eran absurdos y que, en cuatro temporadas de pandemia, crisis, peronismo vintage, guerracivilismo y empobrecimiento de España; descubrí a un tipo que jamás puso una zancadilla, escondió un debate, se ahorró una crítica, ocultó una verdad si estaba convencido de ella o evitó que la dijéramos quienes creíamos que lo era.
Que lo haya hecho un publicista en lugar de un periodista dice algo de nuestra profesión, pero en todo caso no cambia la moraleja de esta pequeña historia personal: ponga un Risto en su vida, sea usted de izquierdas, de derechas o mediopensionista; dele una oportunidad a ese tipo del que recela, abra la posibilidad de charlar de otras cosas más allá de Sánchez y Feijóo y descubra, si me admite la sugerencia, que somos más parecidos de lo que pensábamos y que a menudo los tontos somos nosotros.
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