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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Más de un héroe difamado

Nadie ha podido demostrar que don Guillermo Wakonigg fuera nazi o simpatizante del nazismo. Inventarse que gritó «Heil Hitler» pocos segundos antes de su asesinato es una infamia

Actualizada 01:30

Ha escrito y puesto los puntos sobre las íes Ramón Pérez-Maura de un hombre bueno. Le han llamado nazi y se han inventado que segundos antes de recibir la caricia de las balas de un pelotón de fusilamiento dependiente de su yerno nacionalista, Luis Ortúzar, gritó «¡Heil Hitler!» Nada sorprendente. Días atrás, al encargado de negocios y representante de España en Budapest, Ángel Sanz Briz, héroe que salvó del exterminio nazi a más de cinco mil judíos húngaros, un miserable parlamentario, amén de analfabeto, de «Esquerra» Republicana de Cataluña tuvo a bien motejarlo de «fascista», porque salvar de la muerte a cinco mil húngaros es claro pronunciamiento de fascismo. Sanz Briz fue un diplomático que alcanzó el grado de embajador de España, mundialmente conocido como el «Ángel de Budapest» y reconocido por el Estado de Israel como «Justo de las Naciones». Su arriesgada y prodigiosa labor, comparada con la de Schindler, deja a ésta ultima y ejemplar empresa en orden muy inferior a la de nuestro diplomático aragonés.

Guillermo Wakonigg era en julio de 1936 cónsul de Austria en Bilbao. De su trayectoria de lealtad al disuelto imperio austro-húngaro da fe Pérez-Maura. Wakonigg salvó de la muerte a muchos miembros de las familias tradicionales de Bilbao, los Urquijo, los Sendagorta, los Aznar, y hasta al genial Luis Escobar. El Gobierno vasco encomendó a Telesforo Monzón y Ortiz de Urruela, que se había pasado al nacionalismo después de perder el litigio de un título nobiliario de Castilla ante un familiar con mayor derecho, la jefatura del Departamento de Información y la responsabilidad máxima del orden público. Abro paréntesis.

A mis 18 años, y en compañía de mi amigo donostiarra Eugenio Antonio Egoscozábal Ubarrechena, coincidí en un bar de Irrugne con un tipo explosivo, saludador y aparentemente amable, que nos invitó a una copa y Eugenio rechazó. «Todo menos aceptar una invitación del cabronazo de Telesforo Monzón». Ahí lo vi, por primera y última vez. También con Eugenio conocí en una tarde de lluvia rabiosa en el Hotel Du Palais de Biarritz al Príncipe Félix Yussupov, uno de los asesinos de Rasputin. Pero ese personaje merece un artículo específico. Años más tarde, Monzón, jefe supremo de los entornos etarras, declaró una imbecilidad. «Yo no soy español. Soy extranjero». Como si existiese una nacionalidad cuyos naturales fueran extranjeros. Y le dediqué unos versitos en Sábado Gráfico por los que me llovieron toda suerte de insultos y amenazas. Finalizaban así.

Tenga el necio más decoro,
Y piense un poco primero.
¿Cómo va a ser extranjero
Llamándose Telesforo?
Cierro paréntesis.

Monzón nombró a su amigo Luis Ortúzar Peñeñori comandante de la Guardia en zona internacional el 1 de octubre de 1936. Y Ortúzar fue cesado en diciembre de 1936 por las protestas internacionales que se produjeron cuando el cónsul de Austria en Bilbao fue detenido por orden de su yerno Ortúzar cuando embarcaba en un buque de bandera británica con rumbo a Dover. Wakonigg fue «juzgado» por espía y fusilado en las tapias del cementerio de Derio. A Ortúzar se le premió con funciones en el extranjero, se estableció en Londres con un buen dinero procedente del «Gobierno de Euzkadi» y se hizo británico. Sus hijos, también británicos, Iñaki, Jon, Mayte y Gaizka –Jorge– vivieron sin problemas en España, establecieron en pleno franquismo sus negocios, y el menor de ellos, Gaizka, se casó con una hija de don Javier Ybarra Bergé, exalcalde de Bilbao, fundador del Diario Vasco de San Sebastián y el Correo Español de Bilbao, y vilmente asesinado por la ETA al décimo día de su secuestro.

Nadie ha podido demostrar que don Guillermo Wakonigg fuera nazi o simpatizante del nazismo. Para huir del terror nacionalista de Bilbao, intentó embarcar con destino Dover. Sabía que Austria ya no era lugar seguro para él. Inventarse que gritó «Heil Hitler» pocos segundos antes de su asesinato es una infamia. Lo escribo en honor de muchos de sus nietos, los Echevarría Wakonigg, los Osma Wakonnig, los Wakonigg, los Caro Wakonigg –excluyo a los Ortúzar por prudencia– que viven orgullosos de su abuelo bueno honesto y heroico.

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