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18 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

En efecto: es un auténtico plomo

Lo mejor llegó cuando el veterano profesor se hartó y le soltó al divo narcisista lo que tantos pensamos, que es un palizas que jamás responde a lo que se le pregunta

Actualizada 11:13

El mexicano Mario Fortino Alonso Moreno Reyes se murió el 20 de abril de 1993, de un cáncer de pulmón. Tenía 81 años y sus exequias congregaron a miles de personas, sobre todo gente humilde, que lo despedía agradecida y emocionada frente a su mansión del D. F.
Los orígenes de aquel ídolo de masas habían sido muy humildes. Hijo de un cartero con ocho hijos, en su adolescencia hizo pinitos como torero y boxeador y finalmente se enroló en un circo, propiedad de una familia rusa, los Zubareff. Acabó casándose con la hija del dueño, que fue su mujer hasta su muerte. En una ocasión, el presentador de la función causó baja. Para salir del paso, encargaron al joven Mario que lo sustituyese, pues parecía poseer cierto desparpajo. Pero una vez en faena, el «pelao» se puso muy nervioso. Temblaba como un flan y hablaba atropelladamente, con una jerigonza inconexa de frases superpuestas. Apenas se entendía lo que farfullaba. Imaginando que se había aplicado con la botella, un espectador le reprochó a gritos su estado aparentemente beodo: «¡En la cantina tú inflas!». Le acababan de regalar su nombre artístico: Cantinflas.
Hoy las nuevas generaciones ya han olvidado a Cantinflas, calificado en su día por el mismísimo Chaplin como «el mejor cómico vivo». Pero su influencia llegó a ser tal que es el único humorista que ha dado pie a un verbo en español, «cantinflear», que la RAE define como «hablar o actuar de forma disparatada e incongruente sin decir nada de sustancia».
El cantinfleo es la técnica de oratoria habitual del eventual presidente del Gobierno. Jamás responde a preguntas y/o reproches. Se parapeta tras un bla, bla, bla hueco, inagotable, capaz de arrancar bostezos hasta a los estoicos leones de las Cortes. Los españoles descubrimos su veta plúmbea cuando nos enjauló inconstitucionalmente con el estado de alarma y acampó en la televisión con aquellos insufribles «¡Aló presidente!» (conozco a varias personas que abandonaban el cuarto de estar de sus pisos cada vez que irrumpía en la pantalla, incapaces de soportarlo).
Sin embargo, hasta ahora nadie le había reprochado su condición de palizas en persona y ante una audiencia masiva. El mejor momento del debate llegó cuando el veterano profesor Tamames, ya hasta la zanfoña de la perorata hueca de Mi Persona, le afeó que se había tomado una hora y cuarenta minutos de turra para contestar a un discurso de 45 minutos (y además para no responder a nada). Tamames había topado con la conocida técnicamente como Sánchez facies, denominación en latín del material más duro del mundo: la cara de Sánchez, que ha desbancado a la wurtzita y la lonsdaleíta.
No siente ni padece. Le da todo igual. Por eso es imposible acorralarlo en un debate parlamentario, o hacerlo titubear. Abascal y Tamames le afearon con acierto sus muchas vergüenzas, el primero con energía y el segundo con un tono algo fatigado y monocorde, acorde a las limitaciones de sus 89 años. Pero debatir con Sánchez es hablar con un frontón.
La moción nos ha dejado una bonita reivindicación de la indudable valía de los ancianos y el glorioso momento en que el profesor Tamames reprochó al mega plomo que en sus cien minutos de paliza le habría dado tiempo hasta de «contar la historia de la República Romana, o incluso la de todo el Imperio Romano». Pero pasado el desahogo y los lances coloristas, estas sesiones no cambiarán nada. Los españoles nos vamos a librar a finales de año de Sánchez, según indican todos los sondeos menos dos (el CIS y el de la prensa global), pero será en las urnas, donde no sirve el escudo del cantinfleo.
(PD: Un vez más, el abismo de la cita volvió a ser el diputado separatista de talante Makoki y rufianesco apellido, que ni siquiera respetó humanamente al viejo profesor. Lo tiene todo: chuleta, faltón y de ideas equivocadas y ramplonas. Perfecto epítome de esta engreída calamidad que se ha dado en llamar sanchismo).
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