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Al bate y sin guanteZoé Valdés

Más de lo mismo

El amigo martiniqués no volvió jamás a Cuba, al parecer comprendió bastante a tiempo que la risita y el cuentecito bergsoniano se soporta más o menos por una semana, pero no toda la vida

Actualizada 15:09

Lo que he podido reírme al ver el patético espectáculo de la comuñanga agachada en la orilla arenosa mientras fingía que recogía diminutos granos plásticos, casi invisibles; de arrastrarse. El comunismo tiene eso, mientras te vacía la despensa te tritura las tripas, con una mano cuelga medallas y con la otra fusila; sí, puede ser muy gracioso, inclusive hilarante.

En una ocasión, un amigo martiniqués que regresaba de Cuba, donde lo habían detenido porque lo confundieron con un cubano pinguero (prostituto) al querer entrar en el hotel donde se hospedaba –y miren que le advertí que al menos se cortara las rastas que llevaba hasta la cintura, porque mulato jabao y con esas greñas lo iban a trafucar con un ciudadano de tercera, o sea, con un autóctono–, me confesó que sí, que entendía mi punto de vista, que era verdad todo lo que yo decía de Cuba, pero que así y todo los cubanos se reían, y parecían alegres. Le tuve que explicar que además de ser un problema de idiosincrasia, pues también los esclavos cantaban, bailaban y reían después de ser azotados y de haber salido del bocabajo en los barracones, el comunismo había añadido esa nueva modalidad deforme de doble personalidad, sobre todo frente a los extranjeros, y él lo era por mucho que hubiera recibido su buena tunda de palos en una celda castrista, dado que mientras más intentaba explicar que era martiniqués y francés, en su pésimo español más los policías lo apaleaban creyendo que se trataba de un nativo astuto haciéndose pasar por un extranjero y que imitaba el idioma de otro país para colarse en el hotel… Y, que delante de él siempre la gente se reiría, para no dar a entender que la tristeza se los comía por una pata… Así y todo, aunque fue liberado solamente cuando desde el hotel facilitaron el pasaporte (en aquella época confiscaban los pasaportes de los turistas), había quedado prendado de la sonrisa de los cubanos o más bien de las cubanas, y no atinaba a discernir entre la verdad y la propaganda.

Lo dejaron también medio trastornado, o sea, real/maravillado a golpe de tranca limpia –démosle ese toque literario a lo Alejo Carpentier–, y fue peor cuando vio en la televisión a Fidel Castro, que ya anciano y con la dentadura floja bailándole en la boca sembraba una mata de no sé qué en medio de un intrincado monte. Le aclaré que eso lo hacía una vez por año, que en su juventud lo filmaban a diario fingiendo que cortaba caña en un cañaveral; en cuanto los adocenados camarógrafos conseguían las imágenes ideales del Máximo Líder impoluto y sin una huella de sol en su rostro junto a los macheteros vanguardias todos tiznados y requemados por el «indio» (sol en argot), Castro se volteaba y fuera de cámara cargaba en brazos a la actriz italiana Gina Lollobrígida o a la periodista americana tonta del momento, y a gozar la papeleta. La gente también se reía en derredor, y se siguen riendo hoy, de cualquier bobaliconería que les provoque la carcajada que es la vía más fácil para el olvido, o para que la risotada embaraje el ruido del traqueteo de tripas en los estómagos resecos pegados al espinazo.

Yolanda Díaz, que con su melena rubia cada vez se asemeja más a Marine Le Pen, por la degradación del tinte, sin las pocas luces de la otra, que tampoco tiene muchas, al ir a hacer el paripé de salvar la fauna marina y las playas y toda esa moña galleguíbiri del pan con tímbiri del 'nuncamáis', me recordó a Fidel Castro. Al final, la escuela es la misma, la del entertainment y el ‘pobrecismo’ barriobajero, con tal de ganarse las simpatías del Popolo.

Después de que le quitaran los focos y las cámaras de encima, no cargó en brazos a Errejón de puro milagro, tal vez porque lo que en verdad le apetecía hubiera sido apretarse al pecho de este señor del café What Else, el que imita a Cary Grant, caso de que anduviera por ahí, para entonces ambos revolcarse en la playa como en un anuncio de Dior no lo quiera, y quitarle una a una las peloticas plásticas de los pelillos del bigote.

Todos son iguales. Pero la gente no aprende, ya saben, el Popolo.

El amigo martiniqués no volvió jamás a Cuba, al parecer comprendió bastante a tiempo que la risita y el cuentecito bergsoniano se soporta más o menos por una semana, pero no toda la vida; sin embargo, los cagonios (excubanos) siguen con esa sonrisa bobalicona dibujada en sus magros rostros, más hambrientos que nunca. Sí, se le llama esclavitud con daño cerebral ñangareta –padecimiento que sólo los que hemos vivido bajo el comunismo podemos identificar–, dependencia del verdugo o síndrome de Estocolmo, en Cuba estoeselcolmo. Lo describió muy bien Liliana Cavani en su película Portero de medianoche (1974). No dejen de verla. Nazismo, comunismo, nacional-socialismo, el procedimiento es el mismo: trepanación craneal mediante lavado de cerebro, doblegamiento inhumano, miseria y terror.

Entretanto, España ya tiene a su Fidel Castro, o a su Fidela, y no una, un puñadito, cual bolitas de plástico regadas en el litoral.

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