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TribunaJuan José Gutiérrez Alonso

Los españoles pintados por sí mismos

En la selección reducida que se publicó en 1971, con prólogo de Joaquín del Moral Ruiz, aparecen perfiles que no sé si considerarlos intemporales o en extinción. Una auténtica fauna hispánica que va desde el presidiario al ama de llaves, pasando por la gitana o el aguador

Actualizada 01:30

En 1843 alguien tuvo la genial idea de poner a varios autores a escribir sobre los españoles de la época. La iniciativa, editada por Ignacio Boix, suponía un adelanto de la novela realista y me atrevería incluso a decir que adelantaba no pocos elementos de la dramaturgia posterior. En un contexto de auge de la sociedad burguesa española, aunque centrados en Madrid, las descripciones ayudan a entender los acontecimientos de las décadas venideras.

En la selección reducida que se publicó en 1971, con prólogo de Joaquín del Moral Ruiz, aparecen perfiles que no sé si considerarlos intemporales o en extinción. Una auténtica fauna hispánica que va desde el presidiario al ama de llaves, pasando por la gitana o el aguador. Comienza, eso sí, con «la criada». Una tal Lorenza que sustituye a otra por feos rumores y que no tiene el origen de las criadas de hoy, mayoritariamente de las otras Españas. La señora contrata a Lorenza porque puede asumir todas las tareas del hogar incluido guisar, aunque también porque es consciente de que tendrá una gaceta de todos los chismes del vecindario. Si se porta bien, le dice, tendrá casa por años.

Luego está «la santurrona», personaje que yo adoro y que, resumiendo mucho, se nos explica que son normalmente viudas que viven bajo escapularios o casadas que viven más tiempo en la iglesia que en casa. Se recuerda el epitafio del granadino Martínez de la Rosa: «Aquí yace una beata que no habló mal de ninguna; perdió la lengua en la cuna». Dios bendiga a las santurronas de entonces y a las que queden ahora, porque son la única y verdadera contracultura.

Seguidamente está «el hortera», reconocible unánimemente porque su ropa no se ajusta al cuerpo, entre otras cosas. Y a continuación se describe «el guerrillero», que no es catalán ni aragonés, ni vasco, ni andaluz ni gallego, sino español. Siempre que en España haya discordias intestinas o guerras en potencia habrá españoles en las montañas. No hace traición a su bandera, es inaccesible a la seducción y aborrece los finos modales, no acepta gustoso por jefe un oficial y se gana los ascensos a balazos.

Esta descripción me recordó una conversación de hace años sobre la verdad, así en abstracto. Decía mi buen amigo citando a no sé quién —igual hasta se lo estaba inventando— que Europa se podía describir de la siguiente manera: los británicos descubren la verdad, los alemanes la profundizan, los franceses la explican, los italianos la adornan y los españoles, ¿qué hacen los españoles? Los españoles la defienden. No sé si esto es muy acertado, pero desde luego encaja con ese espíritu guerrillero que José María de Andueza nos señala. De esa Europa que se menciona, por lo demás, no queda ya nada.

Por su parte, de la descripción de «el elegante», que es muy interesante porque aborda lo fashion y el dandismo que Honoré de Balzac ya había desarrollado en escritos como el Tratado de la vida elegante, destacar la pregunta ¿quién es el sastre de Florencio? Me parece que resume en gran medida lo que se intenta transmitir.

Una mayor atención merece «la politicómana», porque según se nos dice, sirve para recordar que la política es la enfermedad semejante a esas epidemias que se desprenden, y se desgajan de tiempo en tiempo de aquellas comarcas lejanas en que los antiguos colocaban la boca del infierno, y caen sobre un país y diezman una población, luego ceden en intensidad y se convierten con el tiempo en enfermedades comunes. En efecto, la política, cuando no mata, queda como enfermedad crónica.

El retrato de «la politicómona» del XIX es parecido al de ahora, pero se dice de ella cosas que en estos tiempos no pueden ya publicarse ni afirmarse. Se recuerda que la historia de la mujer política nace en España hacia 1808, con el constitucionalismo liberal. Mujer liberal y patriota, la politicómana contemporánea, se afirma, no ha sido nunca muy hermosa. Es originariamente fea y sus órganos intelectuales se han desarrollado con la idea fija de la fealdad, que ha buscado con qué suplir para brillar en el mundo y ha encontrado el atractivo postizo de la política. Del politicómano se dice algo muy parecido, todo sea dicho. No se olvida la mujer hermosa, de quien se destaca que, metida en política, es la más peligrosa, por eso no es casualidad que los emperadores romanos las enviaran a descatequizar a los catecúmenos del cristianismo.

Hoy que es frecuente leer o escuchar llamadas a la concordia y la moderación, conviene tener en cuenta que la política nunca fue ni una cosa ni otra, y que el bien común solo prevalece cuando se vence, neutraliza o minimiza su principal amenaza. Y en este proceso siempre impera una gran confusión, sólo las mentes más lúcidas son capaces de ver entre el lodazal la verdadera conveniencia.

Por último, especial mención merecen en este cuadro sociológico «el patriota», esa planta exótica y desconocida hasta que Napoleón decidió invadir el país; «el ministro», especie numerosa que no sabemos ni con qué compararla porque ¿quién no se cree capaz de administrar la nación después de examinar de cerca a nuestros hombres de Estado? Y luego está «el español fuera de España», que es fantástico porque se recuerda al insensato que difunde alegremente que se va a París por el vano placer de excitar envidia.

Esta selección, tan real como provocadora, debería completarse hoy día con «el español europeo» o «el español del mundo», que a mi modo de ver es el más idiota de todos. Esa especie de apátrida intelectual, cargado de emotividad y de atajos culturales, que levita con su auto-consideración emancipadora a la vez que despreciativa. En esta categoría caben filósofos, periodistas, funcionarios, universitarios, todo tipo de gentes que creen encarnar virtudes y prestar servicios que desde el populacho no les agradecemos suficientemente.

En fin, no sé qué sucedería si ponemos a un puñado de escritores, periodistas y profesionales españoles a realizar su retrato. El resultado, me temo, no sería mejor que el del romanticismo del XIX, que por lo menos tenía su gracia y no se autocensuraba. Eligiendo las plumas adecuadas, igual nos encontraríamos con un hiperrealismo del espíritu gregario, cortesano y el cutre-adanismo pretendidamente instruido, que es el que impera en esta época de acelerada deconstrucción. Nada que pueda superar, eso sí, la visión esperpéntica y valleninclanesca, que en todo caso merecería una actualización.

  • Juan J. Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho Administrativo de la Univ. de Granada
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