La infiltrada
Hemos llegado a tal decadencia que un discurso que reivindica la familia, el campo, el trabajo, el esfuerzo, la memoria de las víctimas y la libertad de expresión ha sido noticia y objeto de artículos como este
No tenía el gusto de conocer a María Luisa Gutiérrez. Ni la película que ha coproducido: «La Infiltrada», premiada en los Goya. Pero pienso verla en cuanto pueda. Este pasado sábado, como hago siempre que emiten esta ceremonia tan cansina, me busqué una buena película para evitarme la turra de este estamento cinematográfico subvencionado, cobarde y falso. Y tenía que ocurrir algún día. Me perdí el impecable discurso de una señora que —por primera vez desde que Antonio Banderas dijera media docena de verdades hace 10 años incompatibles con el progresismo— pronunció palabras que se salieron del peor guion del cine español. Estamento privilegiado que, como no gana en las taquillas, se pone estupendo y nos endilga lecciones de moralina de pancarta e ideología woke, una chapa política que sostiene para seguir viviendo del erario común, a falta de talento propio.
Había que decirlo y alguien lo dijo, vestida para la alfombra roja, no con camisetas zarrapastrosas con eslóganes viejunos ni con greñas de progre caduca. Fue una guadalajareña que sí ha hecho carrera gracias a su esfuerzo y trabajo, no al marido presidente. Es socia, con Santiago Segura, de la productora más exitosa del cine independiente; una de las pocas en España que no necesita subvenciones porque la gente tiene el buen gusto de ver sus películas. Además, compagina su labor cinematográfica con la docencia.
Ella, junto a la directora Arantxa Echevarría, se ha inspirado para su galardonada cinta en la historia real de una agente de policía que se infiltró en la banda terrorista ETA. «La memoria histórica también está para la historia reciente de este país» se atrevió a sentenciar. Es decir, demostró que el sentido común es lo más revolucionario en este ecosistema impuesto por la izquierda, que por omisión hemos comprado entre todos. Así, sin más. Y lo escuchó un señor moreno y alto con pajarita que no se pierde una cuando se trata de agradecer que todo un sector le apoye «luchando» contra Franco en su trinchera infinita, un grupo de odiadores que pertenecen a la España que trasnocha contra la que madruga: unos trasnochados. Hablo del gran Pedro, dispuesto a desenterrar fantasmas de hace casi un siglo y olvidar la sangre de inocentes vertida hasta hace solo un par de lustros. Allí, masajeado por un colectivo al que acaba de regar con 3.500 millones de fondos europeos desde Moncloa, se siente el rey de la secta. En Paiporta hace más frío. Y allí, además, se expone a que le digan de todo menos bonito.
Y dijo más la valiente productora: que la libertad de expresión se basa en decir lo que uno piensa y que los agricultores y ganaderos lo están pasando mal. Una mujer que no levanta banderas mentirosas sube al escenario y en un ambiente turbio de intereses y dogmas ideológicos, se atreve a defender causas justas y no viciadas por el sectarismo. Alguien que repara en que al currela de su querida Guadalajara o al agricultor de Jaén igual les preocupa más el futuro de sus hijos o la cotización de autónomos que los seres binarios, la depresión de un gato o el tofu. Aplausos hubo, muchos esquivos y temerosos de ser la excusa para ser expulsados del paraíso, pero al cabo decidieron quitarse las caretas y superar el miedo a ser cancelados. Porque esta dictadura cultural es así. O abdicas de cualquier criterio independiente o sigues los pasos de Karla Sofía o de José Coronado o de Pablo Motos o de José Manuel Soto o de Bertín Osborne o de los que han tenido el valor de pensar por sí mismos y salirse del rebaño.
Pero reparemos en algo: lo ocurrido el sábado en Granada es un síntoma de la metástasis social y política que nos carcome. Hemos llegado a tal decadencia que un discurso que reivindica la familia, el campo, el trabajo, el esfuerzo, la memoria de las víctimas y la libertad de expresión ha sido noticia y objeto de artículos como este. No somos capaces de valorar el daño irreversible que la superioridad moral de la izquierda ha hecho a nuestro sistema de valores.
Resulta que la infiltrada era ella, María Luisa, la que cantó las verdades del barquero a Pedro y a su paniaguada clac. Celebrémoslo.