El varón: víctima y victimario
Todas tenemos un padre, un hermano, un hijo o un amigo. Ninguna mujer —salvo un puñado de fanáticas con excesivo protagonismo en medios— puede aceptar esta narrativa sin sentir que también la han convertido en una enemiga de los suyos
El Ministerio de Sanidad nos ha aleccionado esta semana: «Los hombres viven menos, se suicidan más y consumen más drogas.» No es por genética —explican—, sino por una masculinidad tóxica que los empuja a asumir riesgos y que ridiculiza la vulnerabilidad.
El problema no es la desesperación, el aislamiento o el abandono institucional, sino la hombría mal entendida. No sólo te quitas la vida, además es culpa tuya. No busquen más. El varón contemporáneo, esa figura desdibujada entre la sospecha y la culpa, ya no es únicamente responsable de las guerras, de la violencia estructural y del cambio climático. Ahora también lo es de su propio suicidio.
Los hombres se matan más, pero la preocupación y el foco no están en ellos. ¿Cómo iba a estarlo? No son permitidas las víctimas que no sirvan a la narrativa oficial. Eso sí, los fondos públicos se vierten en cantidades industriales en el enésimo Pacto de Estado contra la Violencia de Género que PP y PSOE andan tramitando con la solemnidad de un acto litúrgico. Se destinarán —de nuevo— cientos de millones en una inversión sin retorno, pues el número de mujeres asesinadas, de víctimas de abuso y violencia sexual no deja de crecer.
¿No vamos a preguntarnos qué presupuesto hay para la prevención del suicidio masculino? ¿Para los hombres divorciados que lo pierden todo? ¿Para los padres que ven a sus hijos dos fines de semana al mes, si tienen suerte? Nada. El varón no es más que una página en blanco en el balance de la compasión estatal, pero una constante en la contabilidad del agravio.
La élite política roza la maestría de la ingeniería social al intentar convencernos de que la masculinidad es una culpa en sí misma. No importa el caso, no importa la circunstancia. Una denuncia es suficiente para que pases por el calabozo. Una noche en una celda, un expediente abierto, un empleo en riesgo. La presunción de inocencia queda en segundo plano, primero toca pagar el precio de haber nacido con un cromosoma Y. El suicidio en varones nada tiene que ver con lo mencionado: es pura masculinidad tóxica, el último acto de violencia de un patriarcado que, en un último estertor, se ajusticia a sí mismo.
Proliferan así los pequeños chanchullos dentro del gran tinglado de la violencia de género. No sólo gabinetes de abogados que aconsejan por defecto a las mujeres denunciar a sus parejas ante una separación. Hay una cara no tan conocida, la de los pactos de conveniencia: ella denuncia, recibe ayudas, retira la denuncia y ambos se reparten el botín. Se regularizan papeles, se obtienen subvenciones. A veces ni siquiera hace falta que la denuncia prospere: basta con figurar en la lista de víctimas.
En paralelo, sin pancartas ni minutos de silencio, siguen existiendo mujeres maltratadas que no denuncian porque saben que su sufrimiento será utilizado como moneda de cambio. Porque ahora, además de ser víctimas, muchas cargarán con la sospecha de estar exagerando, de estar fabricando una acusación, de querer «salir en la tele».
Justos por pecadores, víctimas reales y falsas víctimas conviviendo en el mismo caos, en una maraña burocrática de subvenciones, expedientes y campañas grandilocuentes. Hasta que un día el sistema reviente, porque esto no puede durar: el problema de jugar con fuego es que siempre hay una chispa que escapa al control. Las élites han decidido que el varón es el enemigo, pero han olvidado algo: todas tenemos un padre, un hermano, un hijo o un amigo. Ninguna mujer —salvo un puñado de fanáticas con excesivo protagonismo en medios— puede aceptar esta narrativa sin sentir que también la han convertido en una enemiga de los suyos.
Quieren una guerra de sexos, pero nadie gana una batalla en la que no hay bandos claros. No es el hombre contra la mujer, ni la mujer contra el hombre. Es el poder contra los ciudadanos, el discurso ideológico contra la realidad, la propaganda contra los hechos.
Y al final, la realidad siempre se impone.