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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Pedro Sánchez, canciller de Alemania

El socialismo montaraz de Sánchez queda retratado otra vez por los resultados y actitudes de sus 'colegas' germanos

Cuando Pedro Sánchez logró unos resultados no mucho mejores que Olaf Scholz, el triste candidato socialdemócrata de Alemania, su postura fue bien distinta: lejos de aceptar la posibilidad de pactar con los conservadores clásicos, preocupado por el auge de lo que frívolamente considera «ultraderecha» sin matices, exigió frenarla por el curioso método de hacerle presidente a él.

Su artificial inquietud por el «fascismo», un concepto tan manoseado como para que en España hayan sido calificados así tipos tan templados como Rajoy, Rivera o el propio Feijóo, no daba para entender que la única manera decente de frenarlo, si de verdad la amenaza para la humanidad se percibe tan desmedida, era asumir su papel en la función: dejar gobernar a la lista más votada, desde la preocupación ante una eventual entrada de la «ultraderecha» en el Gobierno.

De igual modo que en Alemania nadie se imagina al canciller saliente exigiendo a la CDU que le respalde a él para contener a la Alternativa de Alice Weidel, en España hubiera debido pasar lo mismo si de verdad todos los heraldos del apocalipsis fascista se lo creyeran: nada mejor para esquivarlo que ofrecer sus diputados para quitarle a su rival por antonomasia la tentación de adentrarse en aguas cada vez menos tibias.

La negativa sanchista a plantearse siquiera esa opción, que iría acompañada de su renuncia al puesto y daría paso a otro líder del PSOE capaz de gestionar esa posición moderada, se completó con otra decisión inviable en cualquier otro país serio de Europa: además de negarse a construir un muro conjunto ante el «fascismo», según su hiperventilada teoría; y de perseguir a golpe de descalificaciones gruesas que la derecha tradicional buscara puentes con la más cafetera; se blanqueó para sí mismo alianzas bastante más peligrosas e indecentes que una entre el PP y Vox, perfectamente normal si se retira del acuerdo la espuma agitada de la competición electoral y ambos se fijan más en Meloni que en Musk.

Es evidente que la estrategia de Sánchez pasa por desvincular su perpetuación de su flojo rendimiento electoral, el peor de todos los presidentes habidos y por haber en España; y por hacer inviable la alternancia por el método de criminalizar todo acuerdo que no pase por su designación como presidente, aunque en ese viaje haya que pactar a la vez con la extrema izquierda chavista, la derechona racista de Junts y el PNV o el socialismo maoísta con pólvora en las manos de la nueva Batasuna.

Todas las contradicciones de Sánchez no obedecen a las peculiaridades sociales de España ni, desde luego, a un genoma ancestral de nuestra política que avale la búsqueda de soluciones y fórmulas distintas a las habituales en cualquier país civilizado.

Simplemente atienden a la codicia de un dirigente que lleva diez años alimentando a los enemigos del orden constitucional, de la convivencia pacífica, del relato histórico correcto y de las esperanzas de prosperidad de un país perdido en un magma antisistema en un mundo cambiante que no va a esperar a que España decida qué es y a qué juega.

Sánchez va de partisano antifascista, pero no es más que un trilero capaz de comprar y vender lo que sea con tal de ostentar un poder que los ciudadanos no le han dado y no ejerce para otra cosa que no sea su supervivencia: si en Alemania tuvieran el infortunio de ser su compatriota, hoy estaría reclamando el Gobierno. Y sería capaz de lograrlo, si no le quedara otra, con la mismísima reencarnación de Hitler, que ya encontraría la manera de adecentar el bochorno.

El mismo cínico que acude raudo a Ucrania a defender su unidad territorial envía a sus adláteres a Suiza a negociar con un prófugo y a escondidas la partición de España, con idéntico patrón ético al existente en su política de alianzas: nadie puede pactar con nadie que no me apoye a mí, y todo lo que yo pacte, por indecente, suicida, dañino y ofensivo que sea, ha de ser aceptado por un bien mayor: que ningún otro pueda gobernar nunca. Eso se acabó.

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