El rojerío y el rebaño descarriado
De los papas se puede disentir sobre asuntos mundanos o sobre opiniones políticas sin que se comprometa la fidelidad debida a la Iglesia. San Agustín nos enseñó: «En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo, caridad»
Ciertas reacciones de dirigentes izquierdistas radicales —vulgo rojerío— tras la muerte del Papa Francisco no han dejado de sorprenderme, aunque en nuestra España ya casi nada me sorprende. Francisco era un paladín de la justicia social, de la paz, de la cercanía a los humildes, crítico con los poderosos, conectado con los problemas del mundo real, cumplidor de sus deberes hasta el último día. Un Papa de su tiempo.
El 24 de agosto del año pasado cité en un artículo a María Rabell, corresponsal de «El Debate» en Roma y el Vaticano, a cuento de su crónica «¿Es lícito no estar de acuerdo con el Papa?». Me refería al nombramiento de nuncio en Caracas. La nunciatura llevaba tres años vacante y el momento era notoriamente inoportuno tras unas elecciones consideradas internacionalmente fraudulentas. La propaganda de la dictadura utilizó ese nombramiento. Recibía un reconocimiento inesperado en medio de persecuciones, presos, violencia y muertes en las calles. El pucherazo electoral produjo un escándalo universal ya olvidado. La izquierda padece desmemoria cuando le conviene.
De los papas se puede disentir sobre asuntos mundanos o sobre opiniones políticas sin que se comprometa la fidelidad debida a la Iglesia. San Agustín nos enseñó: «En lo esencial unidad, en lo dudoso libertad, en todo, caridad». Libertad que no roce la infalibilidad del Papa. Discrepo de Francisco no en su condición de Sumo Pontífice sino de algunas de sus opiniones y actitudes como hombre, como Jorge Mario Bergoglio, hijo de Dios como lo somos todos. Bergoglio, hombre, estaba adornado de muy altas cualidades y valores, y Francisco ha sido trascendental cabeza de la Iglesia en tiempos muy difíciles, y sucesor de dos papas paradigmáticos: San Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Francisco hizo 45 viajes visitando 61 países. Me apena su decisión de no viajar a España y no comparto los motivos que adujo. Preguntado, manifestó: «Iré a España cuando haya paz», «Primero pónganse de acuerdo ustedes». Invitado al jubileo en Santiago, aclaró: «Si voy a Santiago, voy a Santiago, pero no a España». En un viaje a México advirtió: «Antes deben reconciliarse con su propia historia promoviendo un proceso de diálogo y reconciliación», como si considerase ofensiva la presencia de España en América. No puedo pensar que desconociese las decisiones de la Reina Católica sobre la igualdad de los indígenas del Nuevo Mundo y los habitantes de la península, las Leyes de Indias, y que, tras el descubrimiento y la conquista, llegasen la evangelización, la creación de hospitales, universidades, audiencias y catedrales. Y el mestizaje.
Me sorprendió, y me agradó como católico, la reacción, más que amable superlativa, de ilustres políticos radicales de izquierda tras la muerte de Francisco. Sánchez, autoubicado en el ateísmo, apareció de riguroso negro, abandonando el azulón habitual, y en una red social lamentó el fallecimiento del Papa y lo elogió. Coincidiendo, pero en comparecencia, opinó su lugarteniente Bolaños. También manifestaron su pesar y alzaron sus elogios Yolanda Díaz, Belarra, Rufián y hasta Otegui, ateos declarados. Y Monedero, otro ateo, aprovechó para unir su pésame a un furibundo ataque a San Juan Pablo II. El ateo Pablo Iglesias también alabó a Francisco: «Estábamos en la misma trinchera». La posición de Iglesias, como todo en él, es reversible. No aclaró quién se había movido ni hacia dónde para llegar a compartir trinchera. El profeta Jeremías nos advirtió sobre el «rebaño descarriado». ¿Vuelven las ovejas descarriadas, aunque sea fugazmente? Acaso estas cercanías repentinas se deban a Francisco desde el cielo.
También me sorprendió, acaso por ignorancia, que nuestro cardenal arzobispo, mi respetada Eminencia José Cobo, diferenciase entre las cruces en su homilía en la Almudena: «las ornamentales y las transformadas en estandartes de otras cosas». Desde mi niñez entendí que la Cruz es símbolo de la crucifixión de Cristo. Ya en mi infancia veneraba tanto a la Cruz de nuestra parroquia como a la que destacaba sobre la cómoda de mi abuela. No hay cruces condenadas o molestas. La Cruz representa a Cristo, hijo de Dios, muerto por nosotros, que nos acoge y nos salva. Todas las cruces cristianas, sin excepciones, merecen respeto y no descalificaciones ni adivinanzas.
Entre tantas demandas de mi Fe tras su pontificado y su muerte, pido a Francisco que interceda por España y mantenga al rojerío en el rebaño, en la actitud expresada tras su desaparición de este mundo y su presencia junto al Padre.