Gallardón y Leguina, 30 años es mucho
Entre ellos saltaban dialécticas chispas, como en una fragua. Y qué. Siempre había respeto y hasta admiración. Había lecturas y educación. Ninguno de ellos confundió la cuna del sevillano Antonio Machado con Soria, ni a San Juan de la Cruz con Fray Luis de León
Hoy 28 de mayo hace 30 años que Alberto Ruiz-Gallardón ganaba las elecciones en la Comunidad de Madrid. Abría así la puerta de entrada que conduciría un año después al centro-derecha de José María Aznar a ocupar por primera vez en la historia democrática la estancia principal, el salón de honor de la política española, a jubilar a Felipe González tras 13 años de hegemonía socialista. Ese día, pero de 1995, era Joaquín Leguina al que las urnas mandaban dejar su corazón político y volver a sus asuntos, a su literatura, a su mirada mordaz, a defender las esencias socialistas frente a los traidores que habrían de llegar. A Alberto y a Joaquín los conozco bien. A ambos distraje exclusivas, de ambos exprimí declaraciones que destilaran un buen titular, de ambos siempre recibí una palabra educada, a ambos critiqué cuando lo merecieron e, incluso, cuando no. Mis maestros me enseñaron que a los que mandan había que espolearlos para que no pensaran que toda la prensa es orégano.
Entre ellos saltaban dialécticas chispas, como en una fragua. Y qué. Siempre había respeto y hasta admiración. Había lecturas y educación. Ninguno de ellos confundió la cuna del sevillano Antonio Machado con Soria, ni a San Juan de la Cruz con Fray Luis de León, ni sufrían del complejo aspiracional que hoy llena los despachos del poder, ni abusaron de palacios y aviones, ni ostentaron cátedras sin estudios. Presumían de lengua larga mojada en tinta pero no en hiel. Todavía resuenan en el viejo Parlamento madrileño de San Bernardo las diatribas de Leguina contra Gallardón: «Usted no puede presidir ni la comunidad de vecinos de su portal…» o cuando cabalgaba sobre los versos lorquianos para recordarle a su adversario del PP que «se disfrazaba de noviembre para no infundir sospecha». Eran tiempos de afilar los discursos mas no de desenfundar la idiocia. El que perdía no se revolvía en su derrota y el que ganaba no se pavoneaba de ello. Y en la despedida no faltaba el elogio y la buena crianza: no he olvidado el hondísimo discurso el 1 de julio de 1995 del socialista en el Salón Canalejas de la Puerta del Sol cuando, después de presidir la Comunidad durante doce años, pasó los trastos a Gallardón, y pronunció un mensaje preñado de sentido de Estado, espíritu de la transición y lealtad institucional: «Es importante saludar con naturalidad la alternancia de las fuerzas políticas en democracia». Un mensaje que sonaría a revolucionario en la España de las trincheras.
Los dos presidentes nos enseñaron la épica de Madrid. Entonces supimos que era una épica que une, que integra. Que su hecho diferencial era no ser diferente. Que, como dice Trapiello, no tiene identidad propia porque reúne las de toda España. Pueblo grande y revuelto, escribía Galdós. Eran tiempos de noticias confirmadas, de comer mucho caviar para llevar las lentejas a casa, de políticos que no daban órdenes a la Prensa, ni la echaban de comer subvenciones, ni se despedía a un periodista en un Rodilla, ni se asesinaba por una tertulia, ni se expulsaba del Parlamento a periodistas porque no gustaban sus preguntas, ni se daba la callada por respuesta en las ruedas de Prensa. Tiempos de dirigentes con clase como Manolo Cobo, Carmen Álvarez-Arenas, Ángel Pérez, Jaime Lissavetzky, Pedro Núñez Morgades, de colegas con señorío como Víctor Arribas, Ángel Urreiztieta, Antonio Martín, Pedro Blasco y muchos otros que perdonarán que no cite. Los que nacimos en el periodismo local sabemos que ahí empieza y acaba todo.
Alberto y Joaquín dejaron la política. Pero los caprichos de la efeméride los regresa hoy a mi memoria. Ninguno ha querido ajustar cuentas. Alguno como Joaquín, ha sido él el ajusticiado. Quizá también Alberto. Hoy abuelos ya, dedican su tiempo a la familia y a la salud propia y a la de los que quieren, como Alberto a la de Mar. Seguro que ambos veteranos comparten el desencanto de la ideología propia y el dulce sabor del cariño ajeno. A ambos los votaron millones de madrileños que es imposible que todos pensaran como ellos. A Gallardón lo apoyaban tanto en Parla como en Chamartín y a Joaquín muchos en Malasaña y no pocos en Alcobendas. Las ideologías no eran armas de destrucción masiva. En parlamentos, foros y palacios se podía hablar sin espurrear improperios ni sacar las pistolas.
Callan, pero los dos podrían presumir de su estatus ilustrado para distinguirse de la chusma que pulula hoy por el Parlamento. El tiempo pasa. Y tanto. Treinta años sí son algo. Quizá sea estéril vivir aferrado a un dulce recuerdo político, pero ese Madrid del pase usted primero y esa España educada y amable existió. Aunque les cueste creérmelo.