La excursión gay de Yolanda y Urtasun
En lugar de trabajar en sus ministerios, que es para lo que les pagamos, se van de paseo a Budapest a vender a los húngaros una ingeniería social que rechazan
Esta semana pasé frente a Cibeles a horas tempranas para ir a la radio. Siempre resulta agradable contemplar cómo se despereza una metrópoli. Corrían las ocho menos cuarto. Transitaba absorto en mi mundo cuando me topé de frente con el curioso y bonito edificio chato del Banco de España, cuya primera versión se completó en 1891. Me sorprendió verlo engalanado con sendos estandartes con la bandera arcoíris, que caían por su fachada de techo a suelo. Me vino a la cabeza una pregunta políticamente incorrecta: ¿Qué tendrán que ver las previsiones económicas, los análisis financieros, los tipos de interés… con la sexualidad de las personas? Es decir: ¿Qué pinta esa bandera gay ahí? ¿Acaso es homosexual el gobernador Escrivá y se ha venido arriba?
Por supuesto conozco perfectamente la respuesta. La ideología homosexualista se ha convertido, junto al alarmismo climático o la subcultura de la muerte, en una de las tapaderas con las que la izquierda tapa de enmascarar su incompetencia a la hora de dar respuestas a las necesidades diarias de las clases medias, cada vez más exprimidas por la fiscalidad y la rigidez socialista. Tampoco ofrece salidas a los jóvenes, con sueldos de chufla, con el mayor paro de Europa en nuestro caso y con serios problemas para poder abandonar el sofá paterno (o no digamos ya comprarse un piso).
Hemos entrado en la semana de la Olimpiada Gay, que cuenta con el apoyo entusiasta, publicitario y económico de los gobernantes de Madrid, en teoría de centro-derecha y católicos. En realidad están comprando y sufragando la ingeniería social de la izquierda, que sin duda ha ganado la partida, pues su triunfo se observa por todas partes. Por ejemplo: ¿Por qué el brillante empresario heterosexual Amancio Ortega tiene todas sus tiendas estos días con pegatinas arcoíris de Love & Pride en las lunas, pero jamás se le ocurriría poner una a favor de la natalidad, o de la familia tradicional que sostiene las sociedades más prósperas? La respuesta es fácil: porque la izquierda ha ganado la batalla ideológica en buena parte de Occidente y empresas, gobiernos, artistas… se pliegan a esa corriente dominante, no vaya a ser que los señalen. Ir a la contra –decir la verdad– te hace acreedor del estigma de energúmeno carca, que reparte la siempre activa izquierda.
Hay que respetar la sexualidad de las personas y a los homosexuales, por supuesto, todos estamos de acuerdo, faltaría más. Pero una cosa es ese respeto y otra bien distinta es promover la homosexualidad de manera activa desde las instituciones, y a veces incluso en sus versiones más crudas.
Si unos particulares quieren organizar en un espacio privado –un estadio, un polideportivo, una macrodiscoteca...– unos fastos gais, pues muy bien, es su libertad. ¿Pero debe ser la vía pública ocupada por festivales más bien sórdidos, que nada tienen que ver ya con la lucha por las libertades que supuestamente invocan? O dicho de otro modo: ¿Qué hay de edificante en las carrozas de petardeo cutre que distinguen al llamado Orgullo, o en los mingitorios alineados por Chueca en una especie de Sanfermín arcoíris que deja las calles llenas de detritus, para desesperación de muchos vecinos? ¿Qué grandeza cultural o social hay en pillarse un bolingón y buscar sexo rápido, anónimo, y muchas veces de riesgo, en medio de una mega-jarana? Conozco a varios homosexuales que no soportan la Olimpiada Arcoíris de cada año.
Yolanda Díaz, supuesta vicepresidenta del Gobierno, y el nacionalista catalán Urtasun, el supuesto ministro de Cultura, en lugar de trabajar en sus carteras, que es para lo que les pagamos, se han pirado de excursión a Budapest para sumarse a las marchas locales del llamado Orgullo Gay. En realidad son marchas de la izquierda contra Orban, personaje que les revienta por dos motivos: 1.- Arrasa en las urnas. 2.- Se atreve a batirse de frente contra la ingeniería social de lo que se hace llamar «progresismo».
Los medios del régimen sanchista –y los de cierta derecha hipnotizada por la izquierda– presentan a Orban como un energúmeno que quiere prohibir las manifestaciones gais. Nadie se molesta en estudiar los detalles. Hungría no prohíbe manifestarse para defender el movimiento LGTB. Lo que sí prohíbe son actos obscenos y sexuales en la vía pública, sean homosexuales o heterosexuales, por que chocan con sus leyes de protección de la infancia, que resulta –¡oh sorpresa!– que fueron aprobadas en referéndum por el 96% de los húngaros.
¿Quién es el antidemócrata: Orban, que gobierna con el apoyo claro de su pueblo, o el que tenemos aquí, que lo hace sin ganar las elecciones, que flota sobre una poza de lodo y que está despanzurrando la Constitución y el Poder Judicial como si fuese un tiranuelo caribeño?
Yolanda y Ernesto, ambos heterosexuales, se lo van a pasar chachi en la excursión gay a Budapest que les vamos a apoquinar todos nosotros. ¿Nos van a informar sobre cuánto nos han costado sus vuelos, sus hoteles finolis, sus restaurantes pijos y sus séquitos? ¿O va a ser otro misterio, como el de los fijos discontinuos que le sirven a Yoli para estafar a los españoles y fumarse 800.000 parados?
Algún día nos sacudiremos toda esta empanada populista-populachera de una izquierda huera de alma. Tal vez volvamos a mirar el mundo con las gafas del sentido común para abrazar a Dios, la verdad y la belleza. Si no lo hacemos, decadencia en vena, que es en donde estamos.