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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

¿Reto viral… o sociedad tarada?

Aquello logró llamarme la atención, incluso para los niveles actuales de burramia, que no son bajos

Act. 21 jul. 2025 - 12:36

En el soporcillo posterior de una opípara comida de fin de semana me puse a ver la parte final de un informativo televisivo. Lo hice por imperativo profesional, pero sin prestar demasiada atención, casi más bien como un ruido de fondo. Aquello iba tomando todas las trazas de un inevitable sofá-siesta, el deporte por excelencia del verano. Pero el soniquete de una noticia me llevó a abrir un ojo. La presentadora, con cara compungida, se refería a un «reto viral». Sin embargo, en su parlamento previo a dar paso a la información no acababa de concretar de qué iba el asunto. Así que me picó la curiosidad y pasé a prestar un poco de atención.

Normal que la presentadora no quisiese entrar en detalles. Y es que la noticia era —y disculpen la necesaria expresión— una auténtica mierda. Literalmente. El asunto iba de que este verano se está extendiendo por toda España un «reto viral» que consiste en defecar en las piscinas. Una cafrada propia de orangutanes —con perdón para los primates y algún ministro—, que supone un problema sanitario, porque los usuarios de las piscinas siempre tragan algo de agua y este tipo de nutrientes no parecen los más salutíferos… y menos en ámbitos donde pueden verse afectados muchos niños. Además le hacen una faena al vecindario en pleno sofoco estival, porque las piscinas afectadas deben cerrarse entre 24 y 48 horas para poder ser desinfectadas.

Pero cuando me desperecé ya definitivamente fue al ver que algunos jóvenes protagonistas de las proezas alardeaban de ellas en vídeos que habían subido a TikTok, o plataformas similares, adornados con emoticonos que representaban su aportación a las aguas. Al parecer ha habido ya 300 casos y el «reto viral» se propaga por doquier: dos localidades vascas, tres catalanas, municipios de Madrid, Murcia, Valladolid, Alicante, en Torrelavega…

¿Sería imaginable una burrada así hace solo dos o tres décadas? No. ¿Y por qué hemos llegado ahora a este nivel de estupidez nihilista, cuyos protagonistas alardean además de su propia degradación en vídeos de narcisismo digital?

Hay muchas respuestas posibles. Mi teoría es que la educación en los hogares ha caído en picado. Sufrimos una epidemia de divorcios, cuyos serios daños en muchos niños no se quieren reconocer ni abordar (no es «progresista»). Pagamos también una ausencia creciente de los padres, que atareados en su actividad laboral, o por pura comodidad, no prestan a los chavales la debida atención y prefieren tenerlos hipnotizados con sus máquinas a estar pendientes de ellos y educarlos. Padecemos una aceleración digital que provoca un déficit de atención generalizado, una inopia colectiva en la que nos sumimos mayores y pequeños. Hay además un montón de niños que pasan demasiado tiempo solos una vez que salen del colegio, aislados y conectados al mundo solamente por videojuegos en grupo, o por las redes sociales.

Pero sobre todo estamos inmersos en una epidemia de relativismo moral, que hace que al final todo dé un poco igual. Así que los padres que antaño le montarían la mundial a su chaval del «reto viral» nauseabundo, ahora se conformarán con una pequeña reconvención, porque imponer la autoridad es fatigoso y porque los niños son un bien hoy tan escaso que han acabado mandando en la práctica sobre muchos de sus padres. Si el pequeño tiranuelo se enroca en su berrenchín, al final se le acaba dando la razón en su capricho solo por no aguantarlo.

Nuestros códigos morales y de comportamiento vienen de lo que hemos mamado en casa. Pero tal aserto se considera retrógrado, o «ultra», en un psicodélico país donde una tipa que fue ministra, y que todavía anda por el Congreso dando la murga zumbada, proclamó que existen «16 modelos de familia». O donde «los niños no son de los padres», según el Gobierno socialista. Con semejante visión de la vida ocurre que «la generación más preparada de la historia», la líder en conciencia climática agobiada y feminismo sulfurado, acaba aliviándose en las piscinas. Y entonces nos preguntamos sorprendidos cómo hemos llegado estos abismos de burramia y degeneración.

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