Igualito que en Sanchistán
La viceprimera ministra británica perdió su puesto en el Gobierno laborista solo ocho días después de que un periódico conservador revelase sus apaños fiscales
España es nominalmente una democracia. Pero algunos, acusados de cenizos, tremendistas y ‘fachapocalípticos`, creemos que bastante averiada. De pobre exigencia ética, con sus instituciones camino de convertirse en un tebeo y amenazada por un seudo gobernante de pésimos instintos.
Mientras el gran público pasa de todo, aquí el Gobierno acosa a los jueces e interfiere de manera bananera en la vida de las empresas privadas. El Tribunal Constitucional, que rema al servicio del Ejecutivo, le enmienda la plana al Supremo en favor de delincuentes golpistas, o borrando de un plumazo las penas del mayor latrocinio de nuestra historia reciente, los ERE andaluces. La mayoría gobernante niega a la oposición su derecho a mandar algún día y aboga en voz alta por cercarla tras «un muro». El presidente, que ni siquiera ha ganado las elecciones, miente como quien respira y hace feos al jefe de Estado, porque es un narcisista patológico que no soporta que sea su superior jerárquico (y mida dos centímetros más que él). La prensa que hace su trabajo también sufre el acoso del poder socialista, que la insulta cada vez que revela alguno de sus escándalos e incluso lanza leyes a la carta para cortarle las alas.
¿Se toleraría un panorama así en las democracias de verdad? No parece. En el Reino Unido acaba de caer la número dos del Gobierno laborista, la sindicalista de izquierda polvorilla y lengua dura Angela Rayner, nacida hace 45 años en un piso social de los suburbios de Manchester. El 28 de agosto, el periódico conservador The Daily Telegraph publicó que Rayner, que era además ministra de Vivienda, había hecho un apaño fiscal en la compra de un piso en la ciudad costera de Hove, al Sur de Inglaterra, ahorrándose con la jugada 40.000 libras. Lo declaró como su primera residencia cuando seguía siendo copropietaria de una vivienda en Manchester con su exmarido.
Solo ocho días más tarde de la denuncia del diario conservador, la viceprimera ministra británica se veía forzada a dimitir, después de que el consejero del Número 10 para cuestiones éticas, una figura al servicio del Ejecutivo pero independiente, concluyese que había vulnerado el código de buena conducta ministerial.
El primer ministro Keir Starmer, cuya popularidad está por los suelos porque no acaba de hacer nada útil, intentó en un primer momento defender la integridad de Angela Rayner. Perderla le suponía un severo golpe, porque se trata de populista-populachera muy querida por las bases al ejercer de látigo flamígero contra los tories. Pero desde luego a Starmer y sus ministros no se les pasó por la cabeza salir a embestir como vaquillas bravas contra los periódicos contrarios a su línea, insultándolos como «seudomedios» o «digitales de los bulos». Ni tampoco incurrieron en aspavientos teatrales de «pongo la mano en el fuego por ella», o «no hay nada de nada, es una víctima de una cacería de la derecha y la ultraderecha».
La verbena de inmundicia y la chulería del Gobierno que toleramos aquí no se permite en ningún otro sitio. Cualquier presidente europeo con el fardo de corrupción que arrastra Sánchez estaría hace tiempo en su casa, en babuchas viendo algún culebrón de Netflix y prejubilado de la política. Pero en la seudo democracia española el umbral de exigencia moral está por los suelos. Aquí un caso como el de Angela Rayner se quedaría en un chascarrillo más del carrusel del PSOE, inmediatamente opacado por alguna campañita televisiva del régimen sobre las maldades sin cuento de «la derecha y la ultraderecha xenófobas, enemigas de las mujeres y negacionistas de la emergencia climática».
Es muy difícil echar del poder a un individuo que no distingue el bien y el mal y al que todo le resbala, excepto su ego hipertrofiado.