Mi Salieri
Y ustedes se preguntarán: ¿con la que se está armando, qué pimiento importa que Händel y Ussía no se lleven como dos personas extraordinarias? Porque no solo es la pérdida de la voz, con o sin coro
En muchas ocasiones, sin conocerse, sin coincidir en la vida, la influencia de un poderoso ante un humilde convierte a este en una auténtica pesadilla. A mí me sucede con Händel.
Händel se cargó mi carrera cuando, por culpa de su trepidante, frenético y nupcial Aleluya, fui expulsado de los Pequeños Cantores de Viena, que era mi máxima ilusión. Yo dominaba los valses de Strauss, las polkas y los himnos. Siempre he entonado el himno donde me lo han solicitado –si bien el problema es que no me lo han solicitado nunca–. Pero yo estoy seguro de que Händel, adelantándose a mi vida y a mis ilusiones, compuso el Aleluya para perjudicarme con alevosía.
Fue en Salzburgo, recién admitido en el coro, cuando me pidió el reverendo padre Starfhussen que hiciera de solista durante la interpretación del pelmazo de Händel, el del final de las bodas. Y en el momento más álgido de mi suprema interpretación, en lugar de voz, me salió un pito, lo cual originó la expulsión de los Niños Cantores de Viena y mi aborrecimiento hacia Händel, mi mayor motivo de hundimiento.
Y ustedes se preguntarán: ¿con la que se está armando, qué pimiento importa que Händel y Ussía no se lleven como dos personas extraordinarias? Porque no solo es la pérdida de la voz, con o sin coro. En la boda de un íntimo amigo mío, celebrada en Mazcuerras con un sacerdote que no podía salir del baño porque hizo chupón, me empezó a picar el antifonario como si hubiera estado seis horas sentado en la playa.
Por otra parte, si Händel renunció a hacer algo por mí, yo tengo todo el derecho de corresponderle con mi olvido. Ahora, en las bodas, los días previos, pregunto a los padres del novio o la novia: «¿Van a salir los novios a los sones del Aleluya de Händel?» Y si me dicen: «Claro, por supuesto», mando a recoger el regalo y me quedo.
Este artículo no es una excusa. Es una demostración de serenidad. Entiendo que hay asuntos más graves para escribir, pero no tengo humor para ello.
Händel, me debes el triunfo y la vida justo el día que me iban a nombrar y conceder el Jilguero de Viena. No ha podido ser, tenía muchas ganas de decírselo. He cumplido con mi obligación, me he desahogado. Händel que te den.