Sin móvil, sin tele y a disfrutar
El encanto de la Nochebuena radica en la alegría por el nacimiento de Jesús y en el encuentro familiar, el resto es un poco quincalla
El mundo se divide entre los amigos de la Navidad y los que no la aguantan, que suelen ser los mismos que la trivializan llamándola «las fiestas». A mí siempre me ha encantado la Navidad, por católico y por sentimental, aplicando el segundo adjetivo en el sentido que le concede Valle-Inclán cuando define al marqués de Bradomín en Las Sonatas. Me gusta la alegría compartida por el nacimiento de Jesús –que aunque Abel Caballero y sus luces no se han enterado es de lo que va la ocasión– y disfruto sentándome con la familia, sea la que me tocó en la cuna, la política o ambas (incluso me atrevo a incluir como nota positiva a mi cuñado Josecho –que sabrá perdonarme la broma– y su inefable sesión de jotas navarras y rancheras a los postres).
Stanley Johnson, que hoy tiene 85 años, es el excéntrico padre del mentirómano Boris, el ex primer ministro británico. Según ha contado su hija Rachel, novelista de oficio, cuando sus cuatro hijos eran niños, el cachondo Stanley Johnson observaba un ritual navideño. Antes de la cena hacía una ronda con amigos por unos cuantos pubs londinenses. Una vez bien espoleado su espíritu fraternal por el bebercio, arribaba siempre a casa acompañada de algún mendigo que se había topado por las aceras y al que convidaba al banquete familiar. Me gusta esa historia, la caridad expansiva de Stanley.
En mi primera veintena, tres de nuestros amigos coruñeses se quedaban solos en Nochebuena, porque sus padres vivían lejos, o alguno había fallecido. Uno de los amiguetes era un pintor asturiano de notable talento, que presentaba el hándicap de que el morapio le tiraba a veces más que los óleos. En sus raptos de bohemia, en ocasiones se pillaba tales peonzas que lo acabaron apodando Sat (diminutivo de diablo) por los espectáculos que ofrecía. Sin embargo, cuando estaba sobrio, o todavía poco estimulado, resultaba la más delicada y educada de las personas. El segundo amigo que se quedaba solo en Navidad era Pablo, alias Polillo, de familia sevillana, perpetuo estudiante de aplicación suave ante los libros –digámoslo así–, gran diplomático y siempre con una afable sonrisa en la cara. El tercero era Wonen, con su porte de joven caballero elegante, un erudito en materias de música clásica y cine.
Llegada la Nochebuena, Polillo, Wonen y Sat se venían a cenar a nuestra casa. Y allá nos sentábamos todos a atacar aquellos centollos y bueyes de Francia, tipo portaaviones que había traído mi padre, en una velada compartida con él y mi madre, mis hermanos, alguna novia, mi futuro cuñado, una tía viuda y una prima que era monja. Presidía la mesa nuestro padre, del que emanaba una evidente autoridad, que imagino procedía de que venía mandando gente en los barcos desde sus 18 años. Sin embargo, se mostraba cordial y con una contenida expresión de sorpresa irónica ante la tropa de chavales que traíamos a cenar, con los que siempre acababa entendiéndose y platicando en el más afable de los tonos.
En aquellas veladas compartía cháchara y bromas todo el mundo, los viejos y los jóvenes. No existía la distracción de los móviles, ni internet. A nadie le urgía hacer fotos de manera compulsiva para subirlas de inmediato a las redes y vivir la vida de ficción del escaparate digital. Ni siquiera se encendía la televisión y la música procedía del tocadiscos, una solvente cadena Fisher que había comprado mi padre.
Guardo el más entrañable recuerdo de aquellas largas cenas en que todos fuimos familia, los que lo éramos y los que no, e imagino que a mis tres amigos les pasará lo mismo. Esta noche espero disfrutar de otra gran Nochebuena. Mi padre, que no gozaba del don de ser creyente, pero que se cuidó por si acaso de darnos la mejor educación católica, lo verá desde los mares del cielo y sonreirá recordando aquellas noches coruñesas.
El encanto de la Nochebuena radica en la alegría por el nacimiento de Jesús y en el encuentro con la familia. El resto es un poco quincalla.