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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

A más edad, menos paciencia para lo gili

A medida que vamos cumpliendo años cada vez son más las cosas que guardaríamos en un archivador bajo el rótulo de boberías

Act. 21 dic. 2025 - 15:37

Robándole hasta las entrañas a Federico Fellini, un magnífico Paolo Sorrentino ganó en 2013 un Oscar con ‘La Gran Belleza’, su mejor película. El sesentón protagonista, el elegante dandy Jep Gambardella, es un diletante que quiso ser novelista de fuste en su mocedad, pero que se ha quedado en perejil de la vida nocturna de la jet romana y en ocasional reportero de prensa. Nunca escribió un segundo libro, por una razón estética, que para él era casi moral: «Buscaba la gran belleza y no la he encontrado».

Jep se pasea por una Roma idealizada con una maravillosa fotografía barroca. Los espectadores tenemos el privilegio de escuchar su monólogo interior, a veces ensalzado por partituras de eminencias tan espirituales como Arvo Pärt, Górecki o Vladímir Martýnov (Sorrentino tiene un gran oído para la música, quizá por eso son tan buenos sus diálogos, pues la literatura de calidad alberga un cierto compás melódico).

Jep no está para gilipolleces. Todo cofrade de la izquierda caviar debería ver la escena donde propina un implacable repaso a una piji-snob de alta burguesía que va de «progresista». También es demoledor como desnuda las ridiculeces del arte contemporáneo, en claro misilazo a timadores como la caradura Marina Abramovic. La película deja muchas citas estupendas, y una de las que más me gusta es la que sigue: «El descubrimiento más consistente que he hecho tras cumplir 65 años es que no puedo perder tiempo en hacer cosas que no quiero hacer».

Jep está acusando la pérdida de paciencia connatural al paso de los años. Aunque no he alcanzado todavía la edad que él fija para plantarse ante todo lo que no te gusta, empiezo a identificarme un poco con su proclama. Me cargan cada vez más algunas menudencias que no deberían molestarme nada. Veo el cartel de un café en La Coruña donde pone «coffe and good vibes» y me parece una modernez petarda, como que mi barbería de Madrid se apellide «Hair Club». También me parece absurdo que el joven cafetero de turno, con la inevitable camiseta negra y tatuajes hasta las cejas, se pare a hacerme ese corazoncito de espuma que desaparecerá en cuanto le ponga la tapa al vaso de cartón. Soy tan rancio que me quedo pensando que a estos chavales les parece muy «cool» ser «baristas» por un sueldo lamentable, pero les daría un jamacuco si les propusiesen ir a las obras, o hacerse fontaneros, donde ganarían el doble.

No me gusta que cuando voy a cenar con tropa de mi quinta el camarero de la arandela en la nariz nos salude jovialmente como «chicos». Ni las mesas sin mantel, limpiadas por un paño sospechoso, ni los platos mamarrachos de ración mínima y rayitas de salsas raras. Ni los cocineros filósofos y sus sablazos michelín. Ni los horteras que piden el vino más caro de la carta.

Me decepcionan los pelotas profesionales y los venenosos cotillas maledicentes. Me carga la gente que cada dos frases te suelta la coletilla «¿sabes lo que te digo?», o «¿vale?», como si estuviesen hablando con un lerdo. Y los que felicitan «las fiestas» en vez de la Navidad. Tengo pánico a los que te cuentan sus viajes al milímetro en veladas sociales, y más todavía a los del relato minucioso de las proezas de hijos y nietos (aunque es ley de vida hacerlo). Me apena que el sentido del humor haya desaparecido de la política y que jamás se escuche ya una cita de un pensador o un artista. No puedo con mi propio oficio, empezando por esos periodistas que tienen a Sánchez delante de sus narices y son incapaces de hacerle una pregunta comprometida (bueno, en parte se debe a que prácticamente solo permite que pregunten El Pravda, su radio y Efe).

No me gusta que las hordas de turistas asalten las iglesias monumentales en paños menores, quebrando el recogimiento que se necesita para dirigirse a Dios, y que si no pasas por taquilla hoy sea casi imposible entrar a rezar en una catedral española. No me gusta que en Europa haya mujeres que pasean en burka, mientras sus maridos caminan un paso por delante vestidos de chuliboys raperos (ni una queja del feminismo de guardia). No me gustan los coches eléctricos, porque hemos arruinado nuestra mayor industria. No me gusta que para sentirse audaz haya que meter el adjetivo «puto» en cada frase («se me ha descargado el puto móvil», «otra vez la armó el puto Vinicius»). No me gustan los ministros que homenajean a la película Gorilas en la Niebla, ni los ministros tuiteros, ni los ministros-florero, ni los ministros que han traicionado sus principios de antaño por el carguito, como M & M (Marlaska y Margarita). No entiendo que llamen humor a lo de Broncano (veo más adecuada la definición de «simplismo chabacano para mentes estrechas»). No entiendo que el nacionalismo más casposo, retrógrado y xenófobo le parezca a la izquierda moderno y avanzado, mientras tacha de «ultras» a los partidos que proponen la igualdad y solidaridad de todos los españoles.

Por supuesto estoy ya tan gagá que no me gusta la fiebre por los tatuajes, y menos los negros tipos adefesio, ni puedo con la versión turra de las charos y el empalago gay, ni con los papagayos que repiten clichés cerrados del partido populista de turno, ni con la gente que babea con Bud Bunny y Rosalía, pero ya no saben quiénes eran Bach y los Beatles. Ni con los que creen que Juan del Val y Shakespeare, pues ahí andan…

En definitiva, vamos viejos, qué se le va a hacer. Y disculpen el desahogo.

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