Cartas al director
Inocentes
La celebración del 28 de diciembre en España no es fácil de comprender. El recuerdo de un terrible infanticidio ordenado por Herodes ante la noticia del nacimiento de Jesús, lo hemos transformado en una excusa para jolgorios, petardos y risas. Por una extraña derivación del concepto de inocente, la sombra de aquel exterminio sirve para justificar hoy toda clase de bromas que calificamos como inocentadas. La memoria de un suceso cruel la hemos transformado en una jornada de burlas festivas. ¿Festejamos que Herodes quedó muy atrás, perdido en la nómina de canallas universales? ¿O que ya no se dictan decretos de muerte contra los hijos de Raquel? No. Porque cabalgando sobre un mar de leyes injustas, inhibiciones y mentiras, Herodes regresó de la historia para instalarse de nuevo entre nosotros. Revestido con una sencilla bata blanca que prostituye por dinero, ha ido imponiendo su lucrativo reinado en asépticas estancias denominadas «clínicas», donde ni siquiera necesita enviar a sus matarifes en busca de sus víctimas: le basta con esperarlas pacientemente. Cambió su cetro por sofisticados aparatejos de muerte con los que recibe a mujeres de mirada nerviosa y triste, dejándoles una huella imborrable de vacío y soledad que muchas nunca lograrán superar. Pero esta parte del drama ni siquiera se menciona. Macabra inocentada ésta del genocidio de millones de seres humanos, los más inocentes entre los inocentes, a los que se les impide nacer en nombre de solemnes invocaciones de libertades y derechos, como un nuevo avance en el progreso de la humanidad.