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20 de abril de 2024

Editorial

Las pavorosas cifras de la eutanasia

El próximo presidente debe anular de inmediato las leyes más inhumanas de Sánchez y revertir la cultura de la muerte que impone como si fuera una fiesta

Actualizada 10:10

El Ministerio de Sanidad ha desvelado, casi a hurtadillas, la cifra de eutanasias practicadas desde que aprobara hace seis meses la ley que la regula y casi la induce: 180 personas han perdido la vida en centros sanitarios públicos, tratados por médicos del sistema y tutelados por el Gobierno.
Eso significa que cada día, en algún lugar de España, una persona que no tenía que morir aún ha muerto por la acción del Estado, que sustenta en inexistentes razones humanitarias su galopante falta de humanidad, su ausencia de valores y su incapacidad para buscar alternativas.
Porque la eutanasia no protege el razonabilísimo derecho a una muerte digna cuando la vida ya no es viable, sino que consagra el inexistente derecho a morir y convierte al Estado, y en concreto a la Sanidad pública, en el verdugo de ese acto cruel.
La desesperación no se responde con una inyección, sino con alternativas decentes y humanas que ofrezcan la respuesta que busca el ser humano en sus peores circunstancias: eso son los cuidados paliativos, que garantizan la ausencia del dolor y no prolongan artificialmente una vida ya agotada.
La eutanasia es otra cosa bien distinta, que se aprovecha de ese deseo concreto para aprobar una cultura de muerte que hoy se aplica a los enfermos terminales pero mañana, tal vez, a quienes han perdido las ganas de vivir, sea cual sea su edad o estado físico.
Porque una vez que abres esa caja de Pandora, desaparecen los límites: si se acepta que el derecho a morir existe y que además debe tutelarlo el Estado, se terminará por aplicárselo a cualquiera que por razones pasajeras haya perdido la esperanza y lo invoque. Es lo que ocurre, de hecho, en los pocos países que aplican esta salvajada.
El tratamiento médico, social y espiritual de los enfermos terminales, que es algo indiscutible y pleno de consenso; se ha pervertido así con una ley ideológica y nihilista que no goza del respaldo ético de los propios profesionales de la medicina, a quienes además se quiere incluir en listas negras de objetores de conciencia para estigmatizarlos.
La eutanasia, como el aborto, son dramas y fracasos que deben evitarse ofreciendo a sus potenciales usuarios la alternativa que merecen, con la plena seguridad de que la aceptarán: una sociedad que solo sabe ofrecer muerte a los desesperados, desechando las incontables opciones que deberían tener a su disposición para quitarse de la cabeza tan triste idea, es una sociedad fracasada.
Y que un Gobierno celebre esa derrota, la transforme en ley y poco menos que la presente como una fiesta, es un síntoma desgraciado del bajísimo nivel moral que le mueve.
Es de esperar que, cuando las urnas permitan un cambio en la Moncloa, el próximo presidente anule todas esas leyes nada más tomar posesión: pocas cosas más importantes puede tener en su agenda.
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