El desastre del Gobierno se perpetúa
España ha entrado en una espiral de catástrofes marcadas por una misma actitud: un Gobierno inútil en la prevención e incapaz en la reacción
Solo una semana después del bochornoso colapso del sistema eléctrico, que dejó a España a oscuras durante un día, otro episodio intolerable ha vuelto a conmocionar a la opinión pública: la paralización del servicio ferroviario del AVE entre Madrid y Andalucía que dejó al menos treinta trenes varados y más de 10.000 personas atrapadas.
El infortunio puede explicar muchos percances inevitables, pero no parece que ninguno de los casos citados se justifique en la mala suerte. En el caso del gran apagón, es ya evidente que la causa fue una decisión ideológica suicida: recargar el sistema de energías renovables, mucho más sensibles a alteraciones externas, sin tener en cuenta además el estado de la red, incentivando así un colapso probablemente previsible y a la vez evitable con un mix energético distinto, en el que el reparto entre fuentes se hubiera hecho por razones técnicas y no sectarias.
Y algo no muy distinto se repite con el espectáculo ferroviario, presentado por el ministro Puente como una mezcla de robo tradicional de cable de cobre en la línea y de sabotaje, sin especificar quién, cómo y por qué pudo perpetrar un ataque intencionado más allá del interés estrictamente pecuniario.
Lo cierto es que el Gobierno supo de ese robo varias horas antes de que salieran los trenes afectados de los andenes. Y que, lejos de evitarlo, les dio salida, abocando a miles de personas a pasar interminables horas en una ratonera abandonada en el trayecto, sin agua, ni víveres ni un transporte alternativo.
El vandalismo puede ser inevitable, aunque hasta eso habrá que demostrarlo, no sea que haya habido fallos de seguridad y vigilancia inaceptables, pero la ausencia de una respuesta rápida y eficaz a los pasajeros es imputable sin duda alguna al Gobierno, responsable también de haber permitido el inicio de las rutas cuando ya era consciente de los desperfectos.
También hay similitudes entre la gestión política de ambos casos, sin explicaciones convincentes, con poca información concreta y con una confusión voluntaria en la que se combinan excusas de mal pagador con teorías conspiranoicas sin ningún dato que las refrende.
En el caso del apagón, resulta burdo el señalamiento de las empresas del sector o la difusión de teorías sobre extraños episodios de alteración del suministro que precedieron supuestamente al corte de suministro masivo. Y lo es porque nada de eso hubiera provocado por sí solo el colapso, derivado de una decisión política ajena a razones técnicas, como es la preponderancia de las energías renovables a cualquier precio.
Encargar ahora una auditoría en la que el propio Gobierno, de algún modo, se examina a sí mismo, es una descarada manera de huir de las responsabilidades para buscar un culpable artificial que, además de sustituir al verdadero, siga legitimando la continuidad de una política energética desastrosa.
Y lo mismo con el servicio ferroviario, aquejado desde hace dos años al menos por una quiebra evidente de su calidad: solo en las Cercanías madrileñas se han registrado cerca de 2.000 incidencias en ese periodo, a las que hay que añadir varias decenas más en la red nacional, con especial intensidad en el otrora envidiable AVE.
Quizá no exista relación de causa y efecto, pero lo cierto es que los escándalos protagonizados por el ministro Ábalos en el pasado reciente y la actitud desafiante y chulesca de su sucesor, Óscar Puente, añaden a la cadena de errores un contexto indecente que resta credibilidad a toda coartada esgrimida para salir del paso.
Lo cierto es que, cuantos más impuestos pagan los ciudadanos, reos de una presión fiscal confiscatoria, peores servicios reciben a cambio, con pasajes tercermundistas que empiezan a convertirse en costumbre. Y todo ello pasa bajo la batuta de Pedro Sánchez, que encima tiene la desfachatez de presumir de resultados en todos y cada uno de los campos en los que cosecha fracaso tras fracaso. ¿Qué será lo siguiente? Plantearse ya la pregunta no es, desgraciadamente, un desvarío.