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26 de abril de 2024

Luis Núñez Ladevéze

Cuando los extremos se unen en Putin

Putin es el conservadurismo de la tradición autoritaria que Europa ha depuesto. Eso explica, no justifica, que suscitara las simpatías de la derecha conservadora estadounidense y de los populismos europeos, sin dejar de ser a la vez el aliado que busca la extrema izquierda contra el liberalismo democrático

Actualizada 03:38

Da igual que su abuelo fuera cocinero, su padre tullido o lo que él mismo fuera de adolescente o joven, ahora Putin es un descabalgado de la dictadura del proletariado.
Sabe que por la senda de la lucha de clases no es posible enlazar con la Rusia grande. Si existiera la senda, sería marxista soviético. Como no la hay, centra la vista en el paneslavismo que inició Ivan IV, amplió Pedro el Grande y consolidó Catalina II. No se mira Putin en Marx, Lenin y Stalin, instrumentos de una revolución inverosímil que desmanteló la Rusia de los Romanov. Se mira en el mismo espejito mágico que miraba Catalina. Para escudriñarlo hay que releer la filosofía mística del zarismo y algunas páginas de Tolstoy y Dostoyevski.
Putin comprende que el místico Tolstoy ha de ser desacralizado por un proyecto maquiavélico que cautive el alma popular. Tolstoy no podía ser soviético. No porque muriera antes, sino porque su socialismo filantrópico nunca le hubiera dejado serlo. De Dostoyevski entendió cómo el Gran Inquisidor consiguió coligar la prepotencia terrena con el misterio divino. Ivan Karamazov encarnó esa síntesis para sosegar su conciencia compungida. Revistió la inquietud religiosa del joven Aliosha con el carácter pragmático de su hermano Dimitri. También revestido, Putin revuelve las sombras del esoterismo eslavo, adopta la farsa que empleó el enigmático Rasputín para engatusar a la deprimida zarina y, como el falso monje, ejerció de zar en la penumbra. Para guiar un país basta un proyecto que cautive el ánimo de sus almas. El celo popular se deja llevar por la aureola gobernante para extender por las armas de Occidente a Oriente un aglomerado de pueblos eslavos aglutinados por un servilismo fervoroso y fiel.
Putin abandona la dialéctica materialista para secularizar el trono imperialista de los Romanov. Un imperio deshilvanado por Lenin, centralizado por Stalin, descompuesto al disolverse el aglutinante que unía las repúblicas soviéticas. Para recuperar la hegemonía hay que releer el pasado. Putin nada fía al credo marxista porque esa fe está vacía. Tampoco gana volviendo sus ojos a Europa. Desprecia su posmoderno desencanto. Frente a la licuada y enmohecida eurozona, retoma la solidez del sentimiento de adhesiones populares que sustentaron al antaño reino.
Ilustración: Putin

Lu Tolstova

La política de Putin prosigue los patrones que delinearon la extensa frontera donde los zares detuvieron a mongoles, suníes y otomanos. No es que Europa y la OTAN sean enemigos. Son lindes vulnerables que impiden reconstruir el legado comunitario de la Gran Rusia. No necesita tenerla por enemiga. Desprecia a Europa porque lleva dentro a su enemigo, la carcoma poscomunista y posmoderna que deteriora su inestable identidad como participación histórica de creencias compartidas.
El mercado capitalista no es la causa de que «todo lo que se creía permanente se esfume», –la licuación de los valores, como creyó Marx, pues, como traduce Berman, «todo lo sólido se desvanezca en el aire»–. Para Putin el capitalismo es un método eficaz de producción que puede ser controlado políticamente, como hace Xi Jinping en China prosiguiendo la modernización económica que Deng Xiaoping aprendió del franquismo y el pinochetismo. La autocrítica de los filósofos ilustrados roe los fundamentos espirituales de un Occidente debilitado por la estéril búsqueda del mundo imaginario de igualdad en la tierra. Allá ellos con sus sueños rotos. La democracia de Putin no es más que un montaje litúrgico para consagrar lo previamente decidido por el dictador que manda. China da ejemplo de cómo la hoz y el martillo sirven de ropaje para controlar políticamente el libre mercado. La soberanía procede de sortear las dificultades que estorben lo que de antemano haya decidido la autoridad.
Putin es el conservadurismo de la tradición autoritaria que Europa ha depuesto. Eso explica, no justifica, que suscitara las simpatías de la derecha conservadora estadounidense y de los populismos europeos sin dejar de ser a la vez el aliado que busca la extrema izquierda contra el liberalismo democrático. Cuando enarboló el veto a lo LGTB, el Islam y el aborto, la derecha que entronizó a Trump, celebró a Putin. Aunque ahora se llaman a rebato, también lo festejaron los populismos europeos desde Marine Le Pen a Hofer pasando por Abascal. Como ellos, Putin es un autoritario receloso del europeísmo, un integrista no resignado al degradante espectáculo de la progresía posmoderna.
Llaman la atención los artículos sobre Ucrania del esloveno Zizek, posmarxista ateo, lo suficientemente dialéctico como para relativizar el materialismo que profesa. Zizek, todavía acepta mitos caducados como «el expansionismo imperialista occidental», ¿dónde quedan hoy rastros imperiales como no sea en China o en la dictatorial Rusia? Zizek ha escrito que Putin hace «un intento desesperado de encubrir que Rusia es ahora un Estado débil en decadencia». Lo paradójico es que un «Estado en decadencia», que seculariza el integrismo teocrático, sea a la vez el que agite las frustraciones del revanchismo marxista y aliente las pretensiones tercermundistas contra el liberalismo occidental. ¿Zelenski, Che Guevara o Putin, Fidel? Por contradictorio que parezca, cada extremo toma una de las manos de Putin. Para algo tiene dos. Que los lastimosos comentarios de actores como Steven Seagal y Gerard Depardieu sobre la invasión de Ucrania, coincidan con los de Ione Belarra e Íñigo Errejón, lo dice todo. Si es cierto que en un círculo los extremos se tocan, también lo es que los populismos, aunque se odien, se unen en sus extremos.
  • Luis Núñez Ladevéze es profesor emérito del CEU
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