Tiempo de aburrimiento
La sed humana, sin embargo, no se calma con cualquier narcótico. La floreciente oferta de distracción no apacigua el hastío: lo disfraza de actividad y de vértigo, llenando nuestro día de insignificancias. Es la otra cara del tedio y el bostezo. Pero la íntima desazón sigue intacta
Nunca ha sido tan difícil, como hoy, quedarnos quietos y a solas sin hacer nada; sustraernos a los estímulos externos vía móvil o cualquier tipo de pantalla o audio. La actitud, activa, de abrirnos a la realidad y contemplarla —el paisaje, la vida, las demás personas…—, de conversar, parecen algo periclitado, de épocas ya pasadas. Hoy preferimos el consumo pasivo de lo virtual. O bien una actividad (trabajo, deporte, viajar) que nos ahorre afrontar el vacío de la nada, con su efecto de aburrimiento o de desesperación. Nos urge el prurito de rellenar un tiempo, que cada vez resulta más abundante por la reducción de horario laboral y por la esperanza de vida. Y la industria del entretenimiento lleva ya tiempo afanada para que no decaiga la diversión, no sea que se nos ocurra hacernos preguntas de mal gusto, como la de qué pintamos aquí, qué sentido tiene la vida, la limitación, la enfermedad… Y no digamos la muerte, con perdón.

La cultura es hoy una forma de entretenimiento, de «llenar la nada», de ahuyentar el aburrimiento, como de forma certera diagnosticó hace años Rafael Sánchez Ferlosio: «El gigantesco auge del deporte, singularmente del fútbol, procede de un estado de hastío, de nihilismo; es como la sustitución de todo designio por una expectativa recurrente, rotatoria, sin fin: lo siempre nuevo siempre igual garantizado».
La sed humana, sin embargo, no se calma con cualquier narcótico. La floreciente oferta de distracción no apacigua el hastío: lo disfraza de actividad y de vértigo, llenando nuestro día de insignificancias. Es la otra cara del tedio y el bostezo. Pero la íntima desazón sigue intacta. Como ha explicado Josefa Ros Velasco en La enfermedad del aburrimiento, «lo más normal es que [el aburrimiento] al final se traduzca en comportamientos disfuncionales, desadaptativos, perjudiciales para uno mismo. Casi siempre vamos al consumo de drogas, consumo de alcohol, reacciones violentas, autolesiones y toda esta ristra de comportamientos nocivos que se asocian al aburrimiento».
Si hoy, aunque ya desde hace tiempo, el aburrimiento es epidemia en las sociedades occidentales, quizá se deba a que, como escribe Theodore Zeldin, nunca ha habido tanta gente que desconozca, o no quiera conocer, «el propósito de su existencia, más allá de las pequeñas luchas y los placeres cotidianos». El derrumbe de las creencias nos ha dejado desnudos, desprotegidos, sin ninguna certidumbre personal sobre la que anclar la vida. Más aún, con una «perfecta indiferencia hacia las preguntas fundamentales» de la existencia humana (Adam Zagajewski), con la conclusión, por parte de muchos, de que quizá no valga la pena vivir. ¿Tiene esto algo que ver con los aumentos de enfermedades mentales, disfunciones alimentarias, comportamientos autolesivos y consumo desmadrado de psicofármacos? En tiempos en que el sentido de la vida parece no quitar el sueño a nadie, los problemas de insomnio, en cambio, se acrecientan.
Sostiene Ratzinger que la pobreza más radical de un ser humano estriba en la falta de sentido para su vida. Jenofonte, discípulo de Sócrates, decía que el dinero no servía de nada si no ayudaba a llevar una vida plena. De su maestro Sócrates, afirmaba que era el hombre más rico de Atenas, aunque fuera descalzo y vistiera pobremente. Y es que ser rico no era ni es cuestión de dinero, sino de saber qué hacer con la propia vida. Como sentencia el viejo refrán castellano, «No hay hombre más opulento que aquel que vive contento».
El calendario cristiano, con el toque de atención de la Cuaresma, nos proporciona cada año la oportunidad de fijar nuestra atención en la única persona de la historia que dijo de sí misma «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Y grandes sabios —como también muchedumbres de gente común y analfabeta— encontraron en Jesucristo el modelo y la fuerza para saciar esa ansia de infinito con que venimos hechos de fábrica. Agustín de Hipona, uno de esos sabios, lo dijo con palabras de insólita actualidad: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
La ansiedad e inquietud que nos llevan a deslizarnos por el carnaval infinito y banal de las redes sociales, a la ingesta bulímica de informaciones inútiles o a cuantificar con precisión nuestros pasos, latidos o calorías, son síntomas de profunda insatisfacción y de vacío. Y es que, como escribe Fernando Savater, «quien teme a la nada, lo necesita todo». Y si no atisba un más allá, necesitará «prótesis de inmortalidad», llámense fama, prestigio, influjo… o simplemente llamar la atención.
Es posible que los revolucionarios sean hoy quienes tengan la capacidad de pararse a pensar y a plantar cara a tanta avalancha de fuegos de artificio virtuales, vacíos de cosas, sin materia ni cuerpo, y se atrevan a contemplar la realidad real (no la virtual ni la aumentada), esa realidad que nos hace reales a nosotros mismos; y tengan el coraje de preguntarse por el sentido de la propia vida. Pensar, y más ahora con la sedicente inteligencia artificial, se ha convertido en un verdadero acto subversivo. Gran parte del tsunami del entretenimiento va dirigido precisamente a evitarlo; a crear zombis.
- Manuel Velarde es catedrático emérito de la Universidad de Navarra