El vestido de luces y los otros vestuarios del toreo (A propósito de San Isidro)
Concluyó don Justo augurando la desaparición de este vestido ceremonial. No enumeró razones, pero se adivinan: los toreros engalanados terminarán siendo rarezas. Intelectuales prestigiosos y políticos de rango miran muy poco su aspecto en las plazas. Igual que los apoderados y ganaderos, locutores y presentadores
La idea de este artículo surgió el 30 de marzo en la sala Bienvenida de Las Ventas, acto organizado por José Ignacio Herce con protagonismo del artista Justo Algaba, que aportó los mimbres para trenzar el canasto que aquí vendo con mi mejorable marca personal sin patentar. Aquello tuvo su parte seria en las explicaciones del genial sastre alabando el simbolismo del 'vestido de luces', denominación acuñada en el gremio para la vestimenta del espada oficiante del rito de muerte sobre arena; y héroe también de una ofrenda sacra posible de llegar a gesta homérica, a veces incluso rebozada del arte onírico que cuestionan los obtusos y obstinados con menos luz cerebral que un candil sin torcida.

El resto de actuantes en la misa táurica, tanto principales (peones, picadores, puntillero) como secundarios (alguaciles, monos, torilero, cabestrero, cartelero) o complementarios (mulilleros y areneros) no visten de luces, solo llevan su traje torero, el atavío de corto o la ropa laboral, pues son acólitos y ayudas del celebrante, aunque necesarios cooperantes.
El ponente se mostró contrario a banalizar nada del ajuar de torear con imitaciones en el ropero civil a través de modas vanilocuentes. Yo, evocando a Rubén Amón («el actor que se viste de torero es un impostor»), no perdono esa farsa ni en representaciones escénicas. De ahí que considere suplantadores a los empresarios de Las Ventas y directivos del Centro de Asuntos Taurinos que, con nula sensibilidad, han anonadado en la cartelería de San Isidro la indumentaria taurina con fines de publicidad mercantil y mejora del balance en su ansia por juntar pasta —legal, pero con barreras de licitud morales y estéticas— por encima del interés público general que justifica una encomienda de gestión con trasfondo histórico cultural, impensable para enriquecerse atropellando lo sacrosanto y lo místico, lo alegórico y lo artístico.
¿Cabe en mente alguna que los aconteceres religiosos de Semana Santa, Corpus, Natividad… impulsen el negocio lucrativo con similar instrumentación de hábitos o túnicas y mantos o coronas de imágenes? Y también inquiero si quedaría digno que las modelos se contoneasen en pasarelas y desfiles paganos con guerrera militar, blusa de guardia urbana, toga y birrete judiciales o tiaras y mitras eclesiales. Un poco de sensatez, señores Garrido y Casas, Novillo y Martín, al manosear enseñas reservadas al altar redondo y raso del albero. ¿Qué aporta Victoria a medio vestir de luces blandiendo la montera frívolamente? ¿Y qué y a quién brindará la irreverencia? Vaya ocurrencia. Apúntese a la Escuela Yiyo y hágase matadora si es capaz, pero no ocupe espacios donde poco significa, menos pinta y nada arriesga adornada —espero que gratis et amore— con ese solapado y subrepticio atuendo alejado de su destino legítimo: recubrir de solemnidad al frágil estoqueador de reses sacrificiales que pueden mandarlo al paraíso por un bravo embate sin burlar.
¿A quién quiere la Comunidad captar y Ayuso convencer de la dignidad de los toros con los precios por el cielo y los bares, discotecas, tenderetes, cubos de basura y trastos estorbando por los suelos entre pilas de palés, toneles de birra y anaqueles de licor? Remito a la revista (T)ORO de abril cuando Karina Sainz opina que Federica puede suponer un alegato generacional, pero sin descuidar la esencia, porque Las Ventas es una iglesia viva, un templo del toreo, un lugar del que no puedes salir igual que entras (y menos, añado yo, chimbombo, ebrio, chutado o potando alcohol en la alborada siguiente al drama jugado).
Concluyó don Justo augurando la desaparición de este vestido ceremonial. No enumeró razones, pero se adivinan: los toreros engalanados terminarán siendo rarezas. Intelectuales prestigiosos y políticos de rango miran muy poco su aspecto en las plazas. Igual que los apoderados y ganaderos, locutores y presentadores. Y avanza el relajo en los colectivos de finanzas y nobleza. Tampoco en el callejón brilla la elegancia, mientras en los graderíos menudean tops, tejanos rajados, sudaderas, gorras vueltas o las dos piezas playeras para broncearse. Salvados los palcos presidenciales de primera o segunda, en pocos reina el decoro que demanda la autoridad de los que autorizan o vetan. Y los diestros preguntarán por qué soportar ellos la incomodidad y sudores de que se alivian quienes los rigen y dirigen.
¿Se hará numantina Sevilla o también caerá y veremos a las cuadrillas como a los futbolistas y tenistas? Más miedo debe dar esto que la horda abolicionista del maldito Gobierno. No son tiempos para el olé. No. Y en Las Ventas bullanguera, escandalosa, desvergonzada, mugrienta, mefítica y etílica, ni para un lánguido ole. Gracias, Plaza 1, por tus turbulentos llenos, pero márchate pronto. No fuiste seleccionada para profanar y ultrajar la catedral del número 237 de la calle Alcalá con «planazos» de juerga y bacanal donde cenar, beber, cantar y bailar, tarde y noche, a un precio promocional del ocio popular, razón angular de tu particular espíritu empresarial. Legítimo por demás, pero los toros piden decoro. Lárgate chutando y no aparezcas más.
- Eduardo Coca Vita es abonado de andanada 3 en Las Ventas