¿Y dónde queda Ucrania?
Ucrania no vale una guerra, pero sí merece la pena luchar por los derechos y libertades de los ucranianos en el marco de una democracia homologable
1. Para el español medio, acostumbrado a que las televisiones sólo hablen de política interna, tiene que haber sido una sorpresa descubrir que a muchos kilómetros de distancia, en la frontera entre Ucrania y Rusia puede estallar un conflicto que, según los titulares de la revista Time, podría cambiar a Europa para siempre.
Para el ciudadano normal ha sido también una gran sorpresa descubrir que, a pesar de que sólo gastamos el uno por ciento del PIB en Defensa, España tiene desplazado en Lituania un grupo de combate con 800 efectivos, una docena de eurofighters, y ha enviado la Fragata Blas de Lezo al mar Negro, mientras que en Turquía está instalada una batería de los muy valiosos misiles Patriot. La acción del Ejército español va mucho más allá que limpiar residencias de ancianos, apagar fuegos o salvar los náufragos que acuden a Canarias.
2. En un reciente acto celebrado en el madrileño Ateneo, el 4 de febrero, el general Sanz Roldán y el exministro Eduardo Serra, trataron de tranquilizar al auditorio: «Las posibilidades de guerra son pequeñas y es la hora de negociar en el marco del Consejo OTAN-Rusia».
Pero, añadían, «la retórica ha subido de tono, y es tiempo de enfriar el conflicto». Como es sabido, grandes guerras pueden empezar (así fue en la Primera Guerra Mundial) con pequeños agravios.
3. La Ucrania que conocemos es una antigua república soviética, desglosada de la URSS, pero que históricamente ha formado parte del Imperio ruso, y de sus esencias nacionales y religiosas desde el siglo XVII.
En la actualidad, cabría decir que hay tres Ucranias: la Ucrania occidental, nacionalista y católica, la Ucrania oriental, rusófona y rusófila, y Crimea, adjudicada por Kruschev en los años 50 del pasado siglo e invadida (o reanexionada por Rusia en 2014). Con todo, Ucrania, de acuerdo con el Acta Final de Helsinki de 1975, merece el reconocimiento de su integridad territorial (y de ahí las sanciones económicas impuestas por Occidente tras la invasión de Crimea en 2014).
4. La Rusia actual, dirigida desde hace 21 años por Vladimir Putin, es un Estado poderoso, con infinidad de cabezas nucleares, un Ejército convencional modernizado y potente, el país más extenso, y con las mayores reservas de energía y minerales del mundo.
El reducido tamaño de su población o su pequeño PIB nos pueden llevar al error de creer que su papel internacional está sobredimensionado.
He recorrido Rusia con el Transiberiano en otoño de 2019, y he comprobado que la gente se siente bien gobernada. Y su relativa prosperidad nada tiene que ver con la Rusia soviética de Chernenko o el desorden de Yeltsin.
5. Occidente, a pesar de las promesas efectuadas en los años 90, ha aprovechado la debilidad pasada de Rusia para llevar los límites de la OTAN hasta sus mismas fronteras, en tres ampliaciones, incluyendo ahora los países bálticos y los antiguos países del Pacto de Varsovia.
Pero Rusia, bajo el autoritarismo de Putin no sólo ha recobrado la antigua confianza, sino que está llevando una política exterior muy activa en lugares tan diferentes como Iberoamérica o Siria. Imaginamos a Rusia detrás de la crisis migratoria de Bielorrusia, vemos cómo acaba de intervenir en Kazajstán o cómo los ataques cibernéticos rusos han afectado a las últimas elecciones en EE.UU. o en Francia, quizás en el referéndum catalán de 2017.
6. Si Rusia se opone frontalmente a la ampliación de la OTAN no hay forma de hacer prevalecer una decisión ucraniana de ingresar en el Pacto Atlántico, decisión en la que obviamente no estará de acuerdo toda la población de la Ucrania prorrusa.
Como dice el profesor Mearsheimer, la solución a medio camino es el neutralismo (democrático) de Ucrania, y el reconocimiento integral de sus fronteras. Un neutralismo, fuera de la OTAN, parecido al aplicado a Austria o Finlandia en la época de la Guerra Fría.
Malamente podrán los EE.UU. seguir imponiendo la famosa doctrina Monroe en el hemisferio americano y combatir algo parecido a lo ruso para Bielorrusia y Ucrania, (y no en los países que recientemente ingresaron en la OTAN en el este europeo).
Ucrania no vale una guerra y desde luego no para los cómodos europeos (que carecen de una fuerza de defensa unificada), y no estarán dispuestos a afrontarla. La actual debilidad de los EE.UU., tras la salida de Afganistán, hace dudar de la firmeza de la política norteamericana en el escenario europeo. Pero sí merece la pena luchar por los derechos y libertades de los ucranianos en el marco de una democracia homologable. Es tiempo de la diplomacia, aunque Putin pudiera una vez más sorprendernos.