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En primera líneaÁlvaro de Diego

Memoria democrática de un asesinato antifascista

A despecho del ocupante alemán y de sus compatriotas fascistas más fanáticos, Gentile continúa defendiendo una patria sin vencedores ni vencidos. Lo hace cuando vienen mal dadas, en la confusión de aquella viscosa inclemencia

Actualizada 10:40

Habían transcurrido poco más de dos años de la llegada de Mussolini al poder a raíz de la Marcha sobre Roma, cuyo centenario se ha conmemorado estos días. Entre sus firmantes figuraban Giuseppe Ungaretti, Gabriele D'Annunzio, Filippo Tommaso Marinetti, Luigi Pirandello o Margherita Sarfatti. El manifiesto a favor del fascismo reunió, en abril de 1925, a lo más granado de las letras transalpinas, incluidos un premio Nobel y la biógrafa judía del Duce. Uno, Pirandello, expresaba el compromiso de las vanguardias con la nueva política; la otra, Sarfatti, conocía bien el tálamo prohibido desde el que ya contemplaron Paris y Elena el dudoso despuntar del día. Ninguna baladronada manchaba los márgenes del documento, que tintineaba con todas las condecoraciones militares de una nación joven precariamente cosida. Muchos de aquellos hombres habían mascado el polvo de las trincheras en la Gran Guerra o marchado sobre el Fiume. Perseguidores de su «grumo de sueños» bajo la guerrera, ahora, como sentenció Ungaretti, descansaban en el uniforme como si fuera la cuna de sus respectivos padres.

Como promotor del manifiesto figuraba Giovanni Gentile. Él y su antagonista Benedetto Croce pasaban entonces por los más reputados filósofos de Italia. Hombre eminentemente bueno, su integridad no tenía tacha. Su altura de miras descolocaba a los adversarios. Animó así instituciones culturales como la Escuela Normal de Pisa, la Enciclopedia Italiana o el Instituto de Estudios para el Medio y Lejano Oriente. En ellas encontrarían extravagante abrigo y altavoz casi sin sordina los antifascistas, primero, hebreos y comunistas, más tarde. Incondicional de Mussolini, Gentile era el primer y más comprensivo patriota de Italia. Paradojas del más excéntrico totalitarismo de Europa: en Gentile no hubo siquiera un exabrupto miserable, nada que se pareciera, ni de lejos, a los coqueteos de Heidegger con el demonio ario o a los desvaríos descerebrados de Schmitt en el congreso de «la Asociación Nacionalsocialista para la Salvaguarda del Derecho» (sic).

El 25 de julio de 1943, con los Aliados abalanzándose en tromba sobre el estrecho de Mesina, el fascismo se derrumba como un castillo de naipes. Víctor Manuel III releva a Mussolini por el mariscal Badoglio, regresa al Estatuto Albertino y negocia a hurtadillas de la Wehrmacht la rendición incondicional de Italia. Furibundos «camisas negras» pasan del amor al odio al fascismo en apenas veinticuatro horas.

Hasta entonces discretamente apartado de la escena, Gentile acepta ese otoño presidir la Academia de Italia en representación de la República de Saló, el Estado títere que Hitler ha creado en el norte del país para el liberado Duce. Pero la República Social Italiana significa algo más que un satélite de Alemania. Es el regreso al país horrible de la guerra civil que, con todo, no fue nunca una Italia al estilo nazi. «No puedo desmentirme ahora, cuando estoy por terminar mi camino», escribe el filósofo a su hija Teresa. El puro coraje intelectual no le permite disimular con volatines de última hora su ejecutoria en un régimen al que tan honestamente ha servido. Toma partido, aunque sea por «ese» partido. Toma partido para que nunca más vuelva a haberlos. Qué paradójica grandeza en esa toma de partido.

A despecho del ocupante alemán y de sus compatriotas fascistas más fanáticos, Gentile continúa defendiendo una patria sin vencedores ni vencidos. Lo hace cuando vienen mal dadas, en la confusión de aquella viscosa inclemencia. Apenas unas horas antes de su muerte, saca la cara por algunos jóvenes partisanos detenidos. Y el 15 de abril de 1944 cae ametrallado dentro de su automóvil, en las afueras de Florencia. Lo asesinan correligionarios de aquellos a quienes ha salvado tantas veces la vida. Al conocerlo, su íntimo rival, el liberal Croce, anotará fríamente el óbito en su diario. Con olímpico y cerebral desapego mientras su esposa se deshace en lágrimas.

Curzio Malaparte, condotiero sin huestes, el único camaleón que se camufla ante los espejos, ha pasado del fascismo (firmó, de hecho, el «manifiesto Gentile» de 1925) al comunismo unos meses antes. Apuesta a la baraja norteamericana. A pecho descubierto se entrega al invasor extraño. Y a la baraja roja de Palmiro Togliatti, secretario general del PCI, se ofrece con el rostro embozado del facineroso que corrige el rumbo según intuye otros vientos. Publica así artículos bajo pseudónimo en L´Unitá, órgano de los comunistas donde defiende a los maquis. Busca, sin duda, pasaporte a territorios más cálidos. Con la frialdad del turista político que desconoce lealtades y afectos.

Sin embargo y a diferencia de Togliatti, que reivindicó el atentado al que previamente dio su aval, Malaparte no justificará nunca este siniestro episodio perpetrado para liquidar una tentativa de reconciliación nacional. Una década más tarde, el narciso satisfecho que rechaza la brutalidad, pero no la fuerza, escribirá sencillas y pacíficas palabras sobre el muerto. El crimen se le antoja una ofensa contra la cultura, una ignominia contra la humanidad en su conjunto. Nunca es mala lección recordar a un hombre bueno. Se hace más necesario en un tiempo en que amenazan la democracia los inquisidores de la memoria sectaria, «los fascistas del antifascismo, los fascistas sin camisa negra».

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
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