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TribunaLuis Felipe Utrera-Molina Gómez

Votar con las tripas

Reivindico el derecho a votar con la cabeza, pero sin que se me revuelvan las tripas por haber renunciado a la esperanza de revertir algún día el grave daño que el proyecto sociológico de la izquierda ha infligido a nuestra sociedad

Una de las expresiones que durante estos días ha circulado entre los moderantistas del «voto útil» para atacar a los votantes de Vox es la de «votar con las tripas», dando a entender que el voto a dicha formación es visceral y no reflexivo como, supuestamente, es el voto al PP.

Analizando dicha expresión, lo primero que aparece es un reconocimiento implícito por el moderantista de lo poco atractivo –y satisfactorio– que resulta el voto al PP. Es decir, si yo me siento convencido de la bondad de mi voto, no tengo necesidad de que otros realicen una reflexión profunda para cambiar el suyo por razones de utilidad, sino que trataré de convencerles de las bondades de mi voto para que se sientan tan satisfechos –psíquica y visceralmente– como yo.

Lo que subyace a la crítica al «voto visceral» no es sino una intimación a votar por el mal menor, lo que implica, en primer lugar, el reconocimiento de que votar al PP no es un bien, sino un mal, aunque se auto perciba como un mal «necesario» para evitar males mayores. En definitiva, se pide al votante de Vox que renuncie a votar por convicción al partido que defiende sus principios y vote a un partido más grande (el PP), por un mero cálculo estadístico de probabilidades, es decir, porque tiene más posibilidades de gobernar y evitar así que gobierne la izquierda, que causará daños mayores.

Ante esto cabe preguntarse qué valoración merece dicha intimación. El axioma inicial de toda ética es «hacer el bien y evitar el mal». Hacer el mal, además, no es inocuo, sino que provoca un daño, por lo que sólo sería aceptable desde el punto de vista ético si no existiera alternativa o si la alternativa fuera tan despreciable que implicase «tirar el voto». En definitiva, la apelación al mal menor supone la renuncia a un posible bien, por cuanto supone de reconocimiento anticipado de la derrota del bien posible. Implica la renuncia a tratar de transformar la realidad, el mal en bien, con la consiguiente consolidación del mal, aunque éste sea menor que el temido.

Pero es que, además, el malmenorismo, lejos de ser un acto aislado y excepcional, acaba convirtiéndose en un vicio del que todo malmenorista se acaba autojustificando, convirtiéndolo en un hábito electoral que impide que el bien alternativo pueda surgir. Los que votan al mal menor porque –a su entender– no existen partidos buenos, o no tienen posibilidad de gobernar, son los mismos que tratan de evitar a toda costa que dichos partidos puedan crecer para que no estorben al mal menor. Es decir, el malmenorismo es una dependencia que acaba por consolidar el mal, arruinando toda posibilidad de que el bien triunfe.

Un buen ejemplo lo hemos visto en las sutiles disertaciones sobre la orientación del voto que desde muchos púlpitos hemos escuchado los católicos antes de las últimas elecciones. Es un hecho que Vox es el único partido con representación parlamentaria que en su programa exige la derogación de la ley del aborto y reclama normas y políticas públicas que protejan a la mujer embarazada y al no nacido. Mientras tanto, el PP, reconoce el aborto como «derecho de la mujer» y se limita a pedir «el consentimiento de los titulares de la patria potestad previo a la realización del aborto en las jóvenes menores de edad».

Es decir, en materia de defensa de la vida, resultaba palmario que el programa de Vox era, con mucho, el único coherente con la moral católica. Sin embargo, con la sola excepción del obispo Munilla, que cuestionó públicamente que «alguien que tenga una recta conciencia» pueda votar al PP, tras reconocer su presidente su solaz por la desestimación del recurso presentado por su propio partido contra la Ley de plazos del PSOE, la Iglesia española no se ha atrevido a advertir de los peligros de votar a un partido que ha traicionado la causa de la vida que antaño defendió.

Ante esta tesitura, votar a un partido que defiende tus principios, además de ser visceral (que puede serlo), es mucho más reflexivo de lo que parece. Hay tres millones de españoles que no se resignan a comulgar con consensos impuestos como el aborto, las leyes LGTBI, la ideología de género o la agenda 2030, que el PP malmenorista ha contribuido a consolidar. No aceptan la cultura de la cancelación, entienden que hay que defender la familia, los valores de nuestros mayores y nuestras tradiciones culturales como señas de identidad y saben que, pese a ser aún minoritaria, hay una fuerza política que ha conseguido reabrir debates sepultados por décadas de corrección política.

Entiéndaseme bien. Vaya por delante mi absoluto respeto a quienes votan con las tripas al PP creyendo que defiende sus principios –cualesquiera que estos sean– y respetan a los que apuestan por otras opciones políticas. Pero me resulta sumamente irritante la supuesta superioridad moral de la que hacen gala los apóstoles del voto útil que, en el fondo, no buscan otra cosa que sentirse más acompañados en su malmenordependencia y tranquilizar así su remordimiento por haber votado con la nariz tapada y contribuido así a consolidar un mal y frenar el surgimiento de una alternativa al mismo.

Reivindico el derecho a votar con la cabeza, pero sin que se me revuelvan las tripas por haber renunciado a la esperanza de revertir algún día el grave daño que el proyecto sociológico de la izquierda ha infligido a nuestra sociedad.

Luis Felipe Utrera-Molina Gómez es abogado

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