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TribunaLuis Javier Montoto de Simón

Dos primados del Este

En el caso del cardenal Mindszenty, su mérito, tras pasar distintos encierros en prisión, sumando nada menos que la friolera de treinta años, prácticamente un tercio de su existencia, reside en su resistencia ante el autoritarismo

Actualizada 01:30

Hay vidas en las que apenas se pueden encontrar momentos de sosiego y amabilidad a lo largo de su trayectoria existencial. Quiero, hoy, destacar dentro de este tipo de biografías, las de dos cardenales de la iglesia católica en el pasado siglo XX, como son las de Wyszinski, en Polonia, y Mindszenty, en Hungría, cuya fonética común parecía presagiar ese destino de héroes de la resistencia popular ante la autoridad de dos dictaduras comunistas en la etapa de la Guerra Fría tras el 'Telón de acero'. Poco voy a comentar sobre Wyszinski que no haya referido con tanta claridad Alex Navajas en su columna del 21 de mayo pasado publicada en este periódico a raíz del estreno de la película «El Primado de Polonia», del director Michal Kondrat. Pero no quiero dejar de valorar la aportación del cardenal al valor del trabajo como elemento de dignificación del ser humano. En su libro 'El espíritu del trabajo', traducido al español y publicado por Rialp, en 1958, por vez primera fuera de Polonia, y de cuyo prólogo fue autor don Ángel Herrera Oria, obispo de Málaga, el cardenal polaco hacía una llamada universal a la santificación por el trabajo, frente al criterio pagano de que el ejercicio del trabajo suponía una esclavitud, y por ello, según Wyszinski, formaba parte de la propia naturaleza humana y su desempeño era indispensable para que la persona llegase a su plenitud.

En el caso del cardenal Mindszenty, su mérito, tras pasar distintos encierros en prisión, sumando nada menos que la friolera de treinta años, prácticamente un tercio de su existencia, reside en su resistencia ante el autoritarismo. Fallecido en 1975, tuvo unos de sus escasos días de gloria, cuando el Papa Pío XII le nombró cardenal en febrero de 1946, siendo muy problemático su traslado a Roma para ser investido con esa dignidad. Pudo escuchar en esa ceremonia unas significativas palabras en las que se le animaba a ser «intrépido hasta la muerte, derramando tu sangre, si es preciso, para la exaltación de la fe católica». ¿Se trataba de una profecía para su vida? Repasemos lo que era Hungría en ese momento: una nación que tras la Primera Guerra Mundial, una vez desmembrado el Imperio Austrohúngaro, había perdido su preponderancia internacional en la política exterior y en el ámbito interno muchas de sus estructuras organizativas, pero conservaba la herencia histórica de la figura del regente que ostentaba el prelado de Esztergom, sede primada de la jerarquía episcopal húngara.

Esta herencia histórica no estuvo exenta de graves conflictos con las autoridades civiles. Mindszenty lo sabía muy bien, como buen conocedor de la historia de su pueblo, en lo religioso y en lo civil, y por ello no puede entenderse su trayectoria al margen de esta tradición. En sus 'Memorias' recoge las palabras de su predecesor, el cardenal Sèredi, un gran jurista: «En la persona del príncipe-primado se aúnan, por circunstancia feliz, la más alta dignidad de la Iglesia católica y del Derecho público húngaro, unión que simboliza el reino cristiano húngaro». Con este bagaje formativo se explica la resistencia presentada por el cardenal frente al autoritarismo político y la violencia policial a las que se tuvo que enfrentar a lo largo de su vida. La primera ocasión se presentó una vez finalizada la Gran Guerra, en 1919, cuando le detuvo el Gobierno revolucionario de Caroly por su lucha en la defensa de los derechos de la Iglesia y por participar en la defensa de la población y sus problemas políticos y sociales. Su talante magiar afloró, sobre todo, en 1944, tras la ocupación nazi de Hungría. Frenó cualquier complacencia con el general alemán en su sede episcopal y mostró un enorme coraje en la defensa de los judíos lo que le valió un arresto por parte de las «Cruces flechadas», versión húngara del nacional-socialismo. Se negó a montar en el vehículo policial y fue andando con sus ornamentos episcopales dirigiéndose a pie a lo largo de un kilómetro y medio por las calles de Veszprem, su diócesis, acompañado de alumnos de Teología y unos cuantos seminaristas, hasta la jefatura de Policía, bajo la presencia de muchos ciudadanos que salían a los portales de sus casas para pedirle su bendición. Fue el comienzo de una larga prisión de más de un año acompañado por otros detenidos, seminaristas y profesores, hasta un total de veintiséis.

Acabada la guerra, en 1945, el Vaticano lo propone para ocupar la sede primada de Esztergom, y, a partir de ese momento comienzan sus denuncias en discursos y cartas pastorales contra el Ejército ruso ocupante: «Parece que Hungría se ha limitado a cambiar un régimen totalitario por otro». El día de San Esteban de 1948 es detenido, en presencia de su anciana madre. Y tres meses después, en febrero de 1949, aparece ante el tribunal que le juzga por distintos delitos: conspirar para restaurar la monarquía, aliarse con la embajada estadounidense para una tercera guerra mundial, conspirar además para eliminar la autoridad comunista, efectuar contrabando de divisas. Declarado culpable, fue condenado, en razón a su dignidad a cadena perpetua, aunque el fiscal pidió la pena capital. En algún momento del proceso confiesa su responsabilidad y reconoce una serie de faltas. Parece ser que las penalidades y humillaciones, apaleamientos, vividos en prisión pudieron quebrantar su voluntad, pero lo que sí es cierto es que hizo una declaración escrita, antes de su detención, expresando que si «confesaba» algún delito sería como consecuencia de la tortura y de la invención de la Policía estalinista. Ocho años después se le conceden tres días de libertad. Horas después, los tanques soviéticos entran en Budapest y Mindszenty se refugia en la Embajada americana. Allí pasó quince años como asilado político hasta que, en 1971, se le permitió salir discretamente con destino a Viena, paso previo a Roma, donde el Papa y los obispos reunidos en sínodo le recibieron como un héroe de la fe.

  • Luis Javier Montoto de Simón es médico y escritor
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