Los españoles y el chándal
Pero para mí un entrenador sin sudadera o sin chándal sería, en cierta forma, como una mujer fatal sin vestidos satinados o sin tacones de aguja, es decir, alguien de quien en el fondo no te puedes fiar. O al menos no del todo
Quienes tenemos ya una cierta edad, recordamos que el chándal vivió quizás su momento de mayor apogeo y esplendor en nuestro país en los años ochenta. Hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, ricos y pobres, casi todos nos acabábamos poniendo el chándal en algún momento u ocasión en aquella época, aunque, curiosamente, muy rara vez para hacer deporte.
Según los gustos o las preferencias de cada uno, el chándal se utilizaba esencialmente para ir a comprar al Pryca o al Continente, para estar cómodo en casa, para pasear al perro, para actuar en un grupo de rap o de hip hop, para ver un partido de la Champions —en aquel entonces Copa de Europa— algo más metidos en situación, para fardar ante los amigos o, en los casos menos recomendables, para hacer algunos pequeños trapicheos en la calle o en el bar.
Con la llegada de los años noventa, el uso generalizado del chándal empezó a ir languideciendo poco a poco, tal vez porque dejó de parecernos tan cool o tan indispensable, sin que llegase a ser sustituido por ninguna otra prenda alternativa. En cierto modo, sólo continuó siendo visible en el mundo del fútbol, en donde muchos entrenadores de élite siguieron usando el chándal no sólo en los entrenamientos, sino también en los partidos oficiales. Aun así, también es cierto que, paralelamente, empezó a haber cada vez más entrenadores que domingo tras domingo iban hechos siempre un pincel en las áreas técnicas, con traje y corbata o con americana y pantalón de vestir, exactamente igual que harían si estuvieran en un bautizo, en un funeral o en una boda.
En relación a esta última cuestión, permítanme, por favor, que exprese brevemente mi opinión particular. Personalmente, no pongo en duda que algunos de los mejores entrenadores del mundo llevaban ya entonces hasta chalecos de encaje o mocasines hechos a mano, pero para mí un entrenador sin sudadera o sin chándal sería, en cierta forma, como una mujer fatal sin vestidos satinados o sin tacones de aguja, es decir, alguien de quien en el fondo no te puedes fiar. O al menos no del todo.
Pero volviendo de nuevo al tema que nos ocupa y nos preocupa hoy, parece evidente que la progresiva decadencia del chándal en nuestro país y en el resto del mundo se ha prolongado casi hasta nuestros días, con la excepción puntual del proceder de algunos dirigentes políticos de otras latitudes, que en estas últimas décadas parecen haberse aficionado al uso casi continuo de chándales multicolores y fluorescentes, utilizándolos tanto para dar charlas informales en los medios de comunicación como para inaugurar nuevos equipamientos o acudir a actos institucionales de gran relevancia.
En España, en cambio, nuestros actuales gobernantes no han llegado aún a esos extremos indumentarios. Sus posibles descuidos o desaliños, de haberlos, creo que son más bien de otro tipo, aunque también es verdad que algunos muy recientes colaboradores del Gobierno imputados hoy judicialmente sí estarían haciendo uso del chándal ahora mismo. Así nos lo desvelaba el periodista y escritor Ramón Palomar en ABC hace unos días en su excelente artículo Vuelve el chándal, en donde entre otras cosas afirmaba: «El chándal taleguero no te hace libre, pero destila respeto».
Por lo que respecta al resto de compatriotas, yo creo que cuando hoy nos compramos un chándal normalmente no es por ese motivo carcelario ni tampoco por ninguna de las razones expuestas al inicio de esta columna, sino ya sólo para practicar alguna actividad deportiva, como por ejemplo correr un poco por el centro de la ciudad o por alguna otra zona al aire libre debidamente acondicionada. La cuestión es sudar un poco, quemar calorías e ir poniéndose en forma, en la línea de un Matthew McConaughey —creo que lo he escrito bien— o de una Jennifer López.
Y si a uno no le gusta correr, por suerte hay otras alternativas igualmente sanas y válidas que se pueden hacer también con un chándal, como practicar el senderismo, ir en bicicleta, levantar pesas en un gimnasio o hacer 'puenting', trekking o cualquier otra actividad deportiva o física que acabe con la partícula 'ing', incluido el sofing, un ejercicio que, por cierto, parece contar cada día con más y más adeptos.
En cuanto a mí, debo reconocer que nunca he sido muy fanático de los deportes extremos, ni tampoco de los no extremos, así que lo que suelo hacer para activarme un poco es ir a pasear cada noche una hora y media. Con este bagaje atlético sin duda algo limitado, muy lejos parecen quedar ya mis antiguos sueños de juventud de llegar a conseguir algún día una figura espectacular, muy fibrosa y musculada.
Tal vez por ello, mis tres máximas prioridades personales en estos momentos son poder llegar a caber holgadamente en un chándal de la talla 50, mantener a raya el colesterol o la glucosa y, sobre todo, llevar una vida aceptablemente animada, alegre y briosa.
Josep Maria Aguiló es periodista