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tribunaÁlvaro de Diego

Fabulación sobre 'Las cuatro plumas'

El ser humano es la única criatura fabuladora que existe, también cuando ejerce de lector. A veces parecemos empeñados en hallar la tumba de la madre del soldado desconocido. Y quizá en verano necesitamos más libros como 'Las cuatro plumas'

«Ni siquiera los patos nadan en el río, andan porque no hay profundidad suficiente». Me llama la atención este excelente –y triste– titular de un periódico. Estos días el Tajo se seca mientras arquea Toledo. Estragos del estiaje: los palmípedos se ven forzados a caminar sobre las aguas, unas láminas pesarosas de las que afloran, perdón por la hipérbole geológica y botánica, islas de fango y pestilencia. El menguado caudal, donde da de sí lo justo, adelgaza las carpas, cuyos huevos y alevines devoran unos invasores peces-gato. La que fue ciudad imperial ya no se reconoce en su espejo de ayer, hoy biselado por el azogue de estas aguas flácidas y casi estancadas. Su arrullo fétido, en vez del dulce lamentar de Garcilaso, apenas da para un exabrupto.

Estas notas de estío me han recordado que algunas lecturas son para el verano. Hay libros que encajan bien en algún bolsillo de la sahariana. Así ocurre con Las cuatro plumas, la fascinante novela colonial del británico A. E. W. Mason no pocas veces adaptada a la pantalla grande. De elegir, me quedaría con la rodada por Zoltan Korda en 1939, la que mejor relata la historia del joven Harry Feversham, último eslabón de una estirpe de militares que renuncia a la milicia cuando se moviliza a su regimiento con destino al Sudán.

El texto y el celuloide comparten similar economía narrativa, un estilo rotundo y limpio. Como la entrada en el vientre de una bayoneta. Envaramiento y nostalgia semejantes en la suave Inglaterra. El honor que por igual obliga a una mujer valiente, libradora de la última y más afrentosa pluma. Piedras, dunas y sol en Egipto son la misma cosa en el día. Coinciden la quietud, que invita a la oración inadvertida, de las noches frías y estrelladas. Y en nada se diferencian la tragedia y el desamparo del soldado, desasosegado y fatídico huésped del aquí y el ahora, heroico sólo por creer, como se apunta en otra novela, en algo más de lo que ha visto, por lo común «el whisky, el fantasma de un salario y el diablo de la tentación». Y, sobre todo, una presunta cobardía que se redime con creces allí donde «durante el breve crepúsculo (...) occidente es de un verde pálido puro y oriente de un azul más intenso». Un preludio, sin duda, de la llamada del Este.

En algún pasaje la película se aparta del original. El coronel Durrance, ciego, corteja también a Ethne en ausencia de su amigo, pero antes no le ha remitido pluma ninguna. Por tanto, Harry Feversham no habrá tenido que salvarlo. La ausencia de agravio priva de este concreto sacrificio. El padre del protagonista, aquel viejo soldado sin macuto de lucidez ninguna, vivirá, sin embargo, para conocer la redención de su hijo; y apenas comprenderla.

Pero quizá la variación más interesante, y que priva de un matiz delicado al largometraje, sea la del único amigo al que Harry confía sentimientos y planes. Se trata del médico del regimiento del padre en la película, pero que se presenta como un oficial mutilado en la novela. El teniente Sutch, el más bondadoso de los hombres, figura a media paga en el ejército desde que una bala rusa le mutilase la pierna en Crimea. Detenido su caballo a mitad de la carrera, significativamente soltero, lleva una vida gris y solitaria. No luce los laureles de sus camaradas. Y, sin embargo, es el único que comprende. Comprende al joven Feversham y sus miedos. Y al igual que éste necesita el aliento de una mujer para pertrecharse de «un móvil y una gran esperanza», también Sutch actúa a inspiración de un alma femenina, la de la fallecida madre de Harry. Con leves pinceladas nos lo advierte Mason. Al anciano Feversham la cabeza sólo le ha servido de soporte para el salacot. Para él no hay más aguzadera que la piedra de amolar el sable. Sutch, sin embargo, sí dispone de la sensibilidad suficiente para descifrar la querencia de la difunta esposa del general por los «espacios amplios y vacíos». Ella los pobló de la imaginación que el escueto valor físico de él no acertaba a sacar de su barbecho.

El autor de la novela no lo dice en ningún momento, pero lo desliza sutilmente. Sutch, secretamente o no, ha amado a Muriel Feversham, Graham de soltera. «El recuerdo de cierta época mágica anterior a Crimea» le hace regresar al servicio, dejar de estar a media paga. Toma a su cargo a Harry como si fuera su propio hijo. No desea desvelarse con la sombra sedosa y beatífica de Muriel. Renuncia a despertarse con la dulzura de sus ojos velados por el reproche.

El ser humano es la única criatura fabuladora que existe, también cuando ejerce de lector. A veces parecemos empeñados en hallar la tumba de la madre del soldado desconocido. Y quizá en verano necesitamos más libros como Las cuatro plumas. Literatura que permite abismarnos en torrentes en los que no hacemos pie. Donde no somos patos obligados a caminar sobre el fango.

Álvaro de Diego es catedrático de la Universidad San Pablo-CEU

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