Virtudes cardinales, Vidriera del transepto este (detalle), 1179-1180, catedral de Canterbury.
¿Cuáles son las cuatro virtudes cardinales?
Junto a la fe, la esperanza y la caridad, la Iglesia enseña que hay cuatro grandes virtudes humanas, sobre las que giran todas las demás, y que acostumbran a las personas a «hacer el bien, buscarlo y elegirlo a través de acciones concretas»
Aunque el discurso dominante, incluso dentro de la propia Iglesia, prefiera hablar de «educar en valores», la Iglesia siempre ha defendido la necesidad de educar, y vivir, «en la virtud». Y, aunque puede parecer lo mismo, no lo es. Basta apuntar, con palabras de san Gregorio de Nisa allá por el siglo IV, que «el objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios».
Pero, ¿qué entendemos por «virtud»? El Catecismo recuerda que «la virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas».
Así, la Iglesia es hoy una de las pocas voces que recuerda que la verdadera plenitud de vida (y la madurez humana y espiritual) sólo se alcanza cultivando las llamadas «virtudes cardinales». Unas virtudes humanas, fundamentales para la vida moral, que ayudan a vivir en armonía con Dios, con los demás y con uno mismo.
¿Qué son las virtudes cardinales?
Las virtudes cardinales vienen a ser los pilares sobre los que gravita una vida recta. De hecho, palabra «cardinal» proviene del latín cardo, que significa «lo relativo al gozne o bisagra»: un matiz que indica que sobre ellas giran todas las demás virtudes humanas.
Y aunque es posible adquirirlas con esfuerzo y repetición de buenos actos, la doctrina cristiana enseña que es la gracia de Dios la que las perfecciona y fortalece.
Diferencia con las virtudes teologales
Podría decirse que mientras las virtudes cardinales ayudan a las personas a vivir en sociedad con rectitud, las tres virtudes teologales (las conocidas fe, esperanza y caridad) elevan a la comunión con Dios. Por ese motivo, sin la gracia, el ejercicio de las virtudes cardinales se vuelve un simple esfuerzo humano, de corte pelagiano y protestante, mientras que, iluminadas por la fe, la esperanza y la caridad, se convierten en un verdadero camino de plenitud.
El Catecismo subraya así su importancia: «Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien».
Y añade: «Cuatro virtudes juegan un papel fundamental. Por eso se las llama ‘cardinales’: todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza».
Prudencia: sabiduría, sin cobardía
Es la virtud que ilumina la inteligencia para discernir el bien y elegir los medios adecuados para alcanzarlo. Santo Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, la llamaba recta ratio agibilium, es decir, la recta razón en el obrar.
La enseñanza católica señala que la prudencia «no se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación». Así que no debería servir de excusa para inhibirse a la hora de defender la verdad o combatir las injusticias. Por eso, algunos modos de practicarla, según la tradición católica, son reflexionar antes de actuar, para evitar la impulsividad; inspirarse y buscar consejo en la Sagrada Escritura; o pedir luz y coraje al Espíritu Santo en la oración diaria.
Justicia: dar a cada uno lo suyo
Es la virtud que nos lleva a respetar los derechos de Dios y del prójimo. No se trata solo de cumplir la ley, sino de actuar con rectitud en nuestras relaciones. «Es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido», dice el Catecismo.
Cumplir con las obligaciones cotidianas, tanto con Dios como con los demás; defender a los más vulnerables, especialmente a los no nacidos, los enfermos y los pobres; y ser honestos en las palabras y acciones son sólo algunos de los modos más habituales de practicar la Justicia.
Fortaleza: resistencia ante la adversidad
La virtud de la fortaleza da la valentía para perseverar en el bien, incluso cuando se enfrentan dificultades. Sin fortaleza, las demás virtudes quedan frágiles, pues todo lo bueno requiere esfuerzo. La fortaleza «reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral» y «hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones», indica el Catecismo.
Para ejercitarla, la praxis eclesial recomienda, por ejemplo, afrontar los retos con coraje y sin miedo al qué dirán; orar para pedir fortaleza en tiempos de prueba, o practicar el ayuno y la abstinencia.
Templanza: el dominio de sí mismo
Es la virtud que modera los deseos y ayuda a usar los bienes de forma equilibrada. La templanza libra de la esclavitud de los impulsos y permite vivir con libertad interior, con libertad de corazón. Porque, a decir de san Juan Bosco, «el hombre vale lo que vale su corazón».
Para vivirla, la Iglesia recomienda evitar los excesos, ser disciplinados en el uso del tiempo y los recursos o buscar la moderación en acciones y palabras.
Una llamada a la vida virtuosa
En pleno siglo XXI, la Iglesia sigue llamando a cultivar estas virtudes como un verdadero camino de libertad y plenitud. Como decía san Agustín, «nada hay para el sumo bien como amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. [...] lo cual preserva de la corrupción y de la impureza del amor, que es lo propio de la templanza; lo que le hace invencible a todas las incomodidades, que es lo propio de la fortaleza; lo que le hace renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia, y, finalmente, lo que le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar subrepticiamente por la mentira y la falacia, lo que es propio de la prudencia».