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LOS TÉRMINOS DEL REINOAbel de Jesús

Francisco y los nuevos escribas

Encarna esa parte del Evangelio en la que Jesús desata las seguridades institucionales de la religión judía para abrir, contra toda razón disponible, la salvación a los excluidos: los enfermos, los pecadores, los infieles

La fe transforma el intelecto. El creyente es capaz de mirar más allá de las apariencias. Y, por supuesto, el místico desconoce ideologías, y no juzga la realidad a partir de esquemas previos. El santo obtiene sabiduría donde el impío solo busca argumentos.

El pontificado del Papa Francisco ha suscitado las más vivas y agrias discusiones en el seno de una parte de la Iglesia católica. Unos le ven como un profético reformista. Otros, como un sumiso complaciente de la modernidad.

No hay virtud que no tribute. Un don es una renuncia a lo que no integra el don. Un talento es una inversión, y la inversión implica la renuncia temporal a una parte. Los carismas delimitan nuestra participación en la Iglesia. Y el Papa Francisco ha recibido un don.

Cuando el cónclave se reunía el 13 de marzo de 2013 para elegir a Jorge Mario Bergoglio, lo hizo tejiendo con hilos humanos el tapiz de la historia de la salvación. Es un pecado contra la fe y la esperanza no ver la acción del Espíritu Santo, dador de dones, en la elección del Papa Francisco. No hay mayor mundanidad que interpretar ideológicamente lo que solo se entiende a la luz de la fe.

Y solo con ojos de fe puede entenderse un pontificado.

El Papa Francisco encarna esa parte del Evangelio en la que Jesús desata las seguridades institucionales de la religión judía para abrir, contra toda razón disponible, la salvación a los excluidos: los enfermos, los pecadores, los infieles. A los ojos del fariseo, un desatino. Este carisma, desagradecido y arriesgado, es de por sí generador de inquinas y sinsabores en el corazón del hijo mayor, como en la parábola, que «se indignó y no quería entrar» (Lc 15, 28). Entre los nuevos escribas, además, produce desasosiego. Los más afectos a la teología, por nuestra parte, hemos tenido que tragar con lo que juzgamos, lógicamente, como liviandades teológicas. Juzgamos, se diría, el don como maldición.

Y, sin embargo, ahí está: ¡es un don!. El Espíritu de Dios infunde sus gracias, «y como el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va, así son los que han nacido del Espíritu» (Jn 3, 8).

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