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tribunaManuel Casado Velarde*

La pérdida del sentido de la vida, drama de Occidente

Quienes no somos santos ni teólogos, aunque aspiramos a una vida plena de sentido, encontramos reconfortante el testimonio de Gerard Manley Hopkins: «Creo que la trivialidad de la vida ha quedado o debería haber quedado borrada por la Encarnación»

Actualizada 04:30

Me ha llamado la atención que, al día siguiente de haber sido elegido Papa, León XIV, en su primera homilía, haya señalado «la pérdida del sentido de la vida» como la primera consecuencia de la falta de fe. Una pérdida a la que califica de «drama», que sufren tantas personas, también «muchos bautizados» que, en realidad, viven en «un ateísmo de hecho».

El Papa, pienso, ha puesto el dedo en la llaga. Raro es el día en que los medios de comunicación no informan, con inquietud, de complicaciones o enfermedades atribuibles a desarreglos mentales: depresiones, ansiedad, conductas adictivas y autolesivas, problemas alimentarios, etc.; inconvenientes que tratan de resolverse, sin mucho éxito, con remedios químicos. España lidera el consumo de psicofármacos, prescritos de forma masiva en el sistema sanitario, aunque es un mal que aflige a todo Occidente.

Hace tiempo que la filosofía –y las humanidades en general– han dejado de ocuparse del sentido de la vida. Para la ciencia moderna, que se basa solo en lo empíricamente verificable, la pregunta (y las respuestas) sobre el sentido resulta(n) algo arbitrario. Pero la pregunta brota «siempre de nuevo, puesto que no hay actividad ni pensamiento humano que no la espere» (Grondin).

Instalados como estamos en una mentalidad sedienta de ingresos y de bienestar material (Martha Nussbaum), nos hemos olvidado del «hambre de sentido» que caracteriza al ser humano, siempre afanoso de comprender y de ser comprendido, de encontrar o recuperar la pulsión del sentido que ayuda a vivir. Esa es la cuestión que más hondamente nos afecta y más vivamente nos interesa: qué soy yo, qué sentido tiene mi vida (Alfaro). Una cuestión que no es meramente teórica, sino también, y sobre todo, práctica. De la respuesta que le demos dependerá cómo decidamos vivir.

Es cierto que toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda de la persona y del mundo; que, por su valor tanto ontológico como cognitivo (la llamada «trascendencia del arte»), la obra de arte nos interpela; nos invita a ser mejores, a cambiar de vida (R. M. Rilke). Poetas y críticos han señalado incluso los efectos salutíferos de la poesía: «Un ordine di parole –sentenciaba Gabriele D'Annunzio– può essere più midicinale di una formula chimica». En realidad, no solo la poesía, sino todas las grandes obras literarias son «cables de alta tensión, no eléctrica sino moral, estética y crítica» (Octavio Paz).

También se ha puesto de relieve la virtud elevadora de las obras de arte, virtud elevadora que adquiere su máxima expresión cuando se percibe al Creador en lo creado. Para Nicolae Steinhardt, escritor rumano ortodoxo, «todas las grandes obras de arte logran establecer una relación directa con lo divino». Se puede decir, con Thornton Wilder, que son esa «voz que nos llega de más allá del hombre».

Pero el mensaje que León XIV ha querido lanzar desde el comienzo de su pontificado apunta a un significado más profundo y radical. Ha puesto el dedo en la llaga y ha sugerido el remedio para hallar el sentido de nuestra vida: Jesús Salvador, con quien «es fundamental mantener una relación personal, en el compromiso con un camino de conversión cotidiano». El Verbo encarnado es quien nos ofrece el sentido último de la vida y de la historia humana. Ni veinte siglos de vida cristiana y reflexión teológica han logrado aún sacar a la luz las potencialidades que encierra ese misterio. Quienes no somos santos ni teólogos, aunque aspiramos a una vida plena de sentido, encontramos reconfortante el testimonio de Gerard Manley Hopkins: «Creo que la trivialidad de la vida ha quedado o debería haber quedado borrada por la Encarnación».

Los escritos de san Josemaría Escrivá abundan en fecundas intuiciones acerca de la plenitud que puede alcanzar una vida radicada en Cristo, perfecto Dios y hombre perfecto. Con su Encarnación y vida entre nosotros ha dejado abiertos «los caminos divinos de la tierra» para que podamos transitarlos como el mismo Jesús lo hizo. Quienes quieran seguir sus pisadas notarán que se pueden convertir en fuente de gozo todas las actividades, todos los trabajos; descubrirán en los quehaceres cotidianos algo lleno de significado; advertirán, detrás de los dolores y adversidades de la existencia, el brillo de un sentido nuevo, profundo y dichoso. Habrán logrado «hacer endecasílabos de la prosa diaria». Intuyo que los poetas –contemplativos de oficio– nos llevan en esto mucha delantera.

A los que no tenemos el don de ser poetas ni creadores, nos queda, no obstante, un consuelo, que nos llega de la pluma de san Juan Pablo II en su Carta a los artistas: «No todos están llamados a ser artistas en el sentido específico de la palabra. Sin embargo, a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra maestra». He ahí una tarea capaz de dotar de sentido a la existencia y asequible, además, a todas las fortunas.

  • Manuel Casado Velarde es catedrático emérito de la Universidad de Navarra
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