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Ilustración del cardenal Borromeo y Don Abundio

Ilustración del cardenal Borromeo y Don Abundio

El célebre diálogo del siglo XIX que sigue siendo válido para que los sacerdotes no caigan en la tibieza

En Los novios, un cura atrapado por el miedo se enfrenta al cardenal Federico Borromeo en una escena que, dos siglos después, sigue recordando la exigencia de valentía en el anuncio del Evangelio

Hay diálogos que no sólo avanzan una historia, sino que iluminan el alma humana. Entre el final del capítulo XXV y el inicio del XXVI de la icónica novela Los novios (1827), Alessandro Manzoni coloca a Don Abundio, un cura pusilánime y asustado, ante la mirada severa del cardenal Federico Borromeo, quien aunque personaje de ficción en la obra existió en la vida real y fue primo del santo que se celebra hoy, san Carlos Borromeo, ambos miembros de una de las familias más ilustres de Lombardía.

Este párroco rural debe responder ante el cardenal por haberse negado a casar a Renzo y Lucía por miedo a las represalias de don Rodrigo, noble cruel y principal villano de la novela. Es el miedo el que ha gobernado sus decisiones, el que ha paralizado su deber y el que ahora sale a la luz como falta moral.

En esta escena extraordinaria, Borromeo no levanta la voz para humillar, sino para despertar: recuerda al sacerdote que servir a la Iglesia nunca fue garantía de seguridad, que ser pastor implica estar entre lobos y que el deber no se negocia cuando la justicia está en juego.

Don Abundio parece sentir la punzada del arrepentimiento, como si la voz del cardenal traspasara su temor y alcanzara su conciencia. El diálogo, duro y a la vez profundamente humano, no sólo reprende: evidencia un conflicto que puede habitar en cualquiera, esa tensión entre la comodidad y la verdad, entre lo que tranquiliza y lo que es justo hacer.

«El amor es intrépido»

Extracto de 'Los novios', de Manzoni

«Señor cura», comenzó, y aquellas palabras fueron dichas de manera que se entendiese que eran el principio de un discurso largo y serio.

«Señor cura, ¿por qué no habéis unido en matrimonio a esa pobre Lucía con su prometido esposo?»

«Han vaciado el saco esta mañana», pensó don Abundio; y respondió murmurando:

—Su ilustrísima señoría habrá oído hablar de los alborotos que han surgido en ese asunto: ha habido tal confusión, que ni aun hoy día se puede ver claro: como también su ilustrísima señoría podrá deducir del hecho de que la joven está aquí, después de tantos accidentes, como por milagro; y el joven, después de otros accidentes, no se sabe dónde está.

—Pregunto —repuso el cardenal— si es verdad que, antes de todos esos casos, os negasteis a celebrar el matrimonio cuando se os pidió, en el día fijado; y el porqué.

—Realmente… si su ilustrísima señoría supiese… qué intimaciones… qué mandatos terribles he recibido de no hablar… —Y se quedó allí sin concluir, con un cierto ademán que daba respetuosamente a entender que sería indiscreción querer saber más.

—¡Bah! —dijo el cardenal, con voz y aire más graves que de costumbre—: es vuestro obispo quien, por su deber y por vuestra justificación, quiere saber de vos por qué no habéis hecho lo que, por la vía regular, era obligación vuestra hacer.

—Monseñor —dijo don Abundio, encogiéndose todo—, no he querido decir eso… Pero me ha parecido que, siendo cosas enredadas, cosas viejas y sin remedio, era inútil revolver… Sin embargo, sin embargo digo… sé que su ilustrísima señoría no querrá traicionar a su pobre párroco. Porque ve bien, monseñor; su ilustrísima señoría no puede estar en todas partes; y yo me quedo aquí expuesto… Pero, cuando Vuestra Señoría me lo ordene, diré, diré todo.

—Decid: yo no deseo sino encontraros sin culpa.

Entonces don Abundio se puso a contar la dolorosa historia; pero calló el nombre principal, y puso en su lugar: un gran señor; dando así a la prudencia todo lo poco que se podía, en un trance semejante.

—¿Y no habéis tenido otro motivo? —preguntó el cardenal, cuando don Abundio hubo terminado.

—Tal vez no me he explicado bastante —respondió éste—: bajo pena de muerte, me ordenaron que no hiciera ese matrimonio.

—¿Y os parece éste un motivo suficiente para dejar de cumplir un deber preciso?

—Yo he procurado siempre cumplir con mi deber, incluso con grave incomodidad mía, pero cuando se trata de la vida…

—Y cuando os presentasteis a la Iglesia —dijo Federico, con acento aún más grave— para asumir ese ministerio, ¿os garantizó ella la vida? ¿Os dijo que los deberes anexos al ministerio estarían libres de todo obstáculo, inmunes de todo peligro? ¿O acaso os dijo que donde comenzase el peligro, allí cesaría el deber? ¿No os dijo expresamente lo contrario? ¿No os advirtió que os enviaba como un cordero entre lobos? ¿No sabíais que existían hombres violentos, a quienes podría desagradar lo que a vosotros os sería mandado? ¿Aquel de quien hemos recibido la doctrina y el ejemplo, Aquel a cuya imitación nos dejamos nombrar y nos nombramos pastores, cuando vino a la tierra a ejercer su oficio, puso quizá como condición salvar la vida? ¿Y para salvarla, para conservarla —digo— unos días más en la tierra, a expensas de la caridad y del deber, hacía falta la santa unción, la imposición de manos, la gracia del sacerdocio? El mundo basta para dar esa virtud, para enseñar esa doctrina. ¿Qué digo? ¡Oh vergüenza! El mismo mundo la rechaza: el mundo también tiene sus leyes, que prescriben el mal como el bien; tiene también su evangelio, un evangelio de soberbia y de odio; y no quiere que se diga que el amor a la vida sea razón para transgredir sus mandamientos. No lo quiere; y es obedecido. ¡Y nosotros! Nosotros, hijos y anunciadores de la promesa… ¿Qué sería de la Iglesia si ese vuestro lenguaje fuera el de todos vuestros hermanos? ¿Dónde estaría, si hubiera aparecido en el mundo con semejantes doctrinas?

Don Abundio estaba cabizbajo: su espíritu se encontraba entre aquellos argumentos como un polluelo entre las garras del halcón, que lo sostiene en alto en una región desconocida, en un aire que nunca ha respirado. Viendo que era necesario responder algo, dijo, con cierta sumisión forzada:

—Su ilustrísima señoría, estaré equivocado. Cuando la vida no se debe contar, no sé qué decirme. Pero cuando uno tiene que ver con cierta gente, con gente que tiene el poder y que no quiere oír razones, aun queriendo portarse como valiente, no sé qué si podría ganar. Ése es un señor con quien no se puede ni vencer ni empatar.

—¿Y no sabéis que el sufrir por la justicia es nuestra victoria? Y si no sabéis esto, ¿qué es lo que predicáis? ¿De qué sois maestro? ¿Cuál es la buena nueva que anunciáis a los pobres? ¿Quién pretende que venzáis la fuerza con la fuerza? Cierto que no se os preguntará un día si habéis sabido poner en su sitio a los poderosos; porque para eso no se os dio ni misión ni medios. Pero bien se os preguntará si habéis empleado los medios que estaban en vuestra mano para hacer lo que se os prescribía, aun cuando ellos hubieran tenido la osadía de prohibíroslo.

«Estos santos también son curiosos —pensaba mientras tanto don Abundio—: en sustancia, exprimiendo el jugo, les importan más los amores de dos jóvenes que la vida de un pobre sacerdote». Y, por lo que a él respectaba, se habría contentado muy a gusto con que el discurso terminara allí; pero veía al cardenal, en cada pausa, quedarse en actitud de quien espera una respuesta: una confesión, o una apología, algo en suma.

—Vuelvo a decir, monseñor —respondió entonces—, que estaré equivocado yo… El valor, uno no se lo puede dar.

—¿Y por qué entonces, podría deciros, os habéis comprometido en un ministerio que os impone estar en guerra con las pasiones del siglo? Pero cómo, os diré más bien: ¿cómo no pensáis que si en ese ministerio, sea cual sea la manera en que hayáis entrado en él, os es necesario el valor para cumplir vuestras obligaciones, hay Quien os lo dará infaliblemente cuando se lo pidáis? ¿Creéis que todos esos millones de mártires tenían naturalmente valor? ¿Qué no hacían naturalmente ningún caso de la vida? ¿Tantos jovencitos que empezaban a saborearla, tantos viejos acostumbrados a lamentar que estuviese ya cerca de terminar, tantas doncellas, tantas esposas, tantas madres? Todos tuvieron valor; porque el valor era necesario, y ellos confiaban. Conociendo vuestra debilidad y vuestros deberes, ¿habéis pensado en prepararos para los pasos difíciles en los que podíais encontraros, y en los que os habéis encontrado en efecto? ¡Ah! Si durante tantos años de oficio pastoral habéis (¿y cómo no habríais?) amado a vuestro rebaño; si habéis puesto en él vuestro corazón, vuestros cuidados, vuestros deleites, el valor no debía faltaros en la necesidad: el amor es intrépido. Pues bien, si los amabais a aquellos que están confiados a vuestros cuidados espirituales, a quienes llamáis hijos; cuando visteis a dos de ellos amenazados junto con vosotros, ¡ah, cierto! así como la debilidad de la carne os hizo temblar por vosotros, así la caridad os habrá hecho temblar por ellos. Os habríais humillado por aquel primer temor, porque era un efecto de vuestra miseria; habríais implorado la fuerza para vencerlo, para rechazarlo, porque era una tentación: pero el temor santo y noble por los demás, por vuestros hijos, ese lo habríais escuchado, ese no os habría dado paz, ese os habría excitado, obligado, a pensar, a hacer lo que se pudiera para remediar el peligro que los amenazaba… ¿Qué os inspiró el temor, el amor? ¿Qué habéis hecho por ellos? ¿Qué habéis pensado?

Y calló, en actitud de quien espera.
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