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Ratzinger, incansable buscador de la verdad

Su vocación y sus aptitudes se orientaron sobre todo hacia el magisterio: fue un auténtico maestro

El Papa Benedicto XVI

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El paso del tiempo no hace sino engrandecer la figura religiosa e intelectual de Ratzinger. Esta semana, ha vuelto a ser noticia, entre nosotros, por la publicación de su libro El Señor nos lleva de la mano. Homilías privadas, que se ha presentado en Madrid, en un acto de la Fundación Neos.

Recuerdo yo los adjetivos de algunos periodistas españoles, cuando falleció Benedicto XVI: en medio del coro de alabanzas, algunos lo calificaron como «inquisidor» y «rottweiler». Así son de ignorantes y sectarios algunos, en nombre de un presunto «progresismo». Tampoco estuvieron a la altura los que, para defenderlo, hablaron de su «tolerancia», como si ésa hubiera sido su principal virtud.

Su mensaje fue, a la vez, más sencillo y más profundo. Era lo que en nuestro Siglo de Oro se llamaba un «hombre esencial»: el que dedica sus afanes a lo importante y permanente, no a la hojarasca de lo fugaz e intrascendente.

Además de sincero creyente, Ratzinger fue un intelectual de primera línea, uno de los más grandes de los últimos tiempos. Hablaba seis idiomas: alemán, italiano, francés, inglés, español y latín; además, leía en griego antiguo y en arameo. Otro día comentaré su pasión por la música, como camino para elevarse a las más altas regiones espirituales.

Su vocación y sus aptitudes se orientaron sobre todo hacia el magisterio: fue un auténtico maestro.

Escogió como lema de su pontificado el que tomó de la Tercera Epístola de San Juan: debemos ser «cooperadores de la verdad». Esto implica algo previo: creer y defender que esa verdad existe. Según eso, todos debemos buscarla y la Iglesia está obligada a proclamarla.

Se opuso radicalmente Ratzinger al relativismo actual: al funesto «todo vale», «todo es igual». Denunció el actual «analfabetismo religioso», el marxismo, la teología de la liberación; también, ese populismo demagógico que ahora es, por desgracia, tan común, incluso en algunos eclesiásticos.

En sus primeras palabras, después de su renuncia, se definió: «Seré simplemente un peregrino, que continúa su peregrinación sobre la tierra»

Eligió Ratzinger para su escudo una concha: ése era el símbolo del peregrino, lo que él siempre quiso ser. En sus primeras palabras, después de su renuncia, se definió: «Seré simplemente un peregrino, que continúa su peregrinación sobre la tierra».

Esa concha recordaba también a la de San Agustín, en la que no cabía la inmensidad del mar: igual que Dios supera nuestra capacidad de comprensión.

Tomó como nombre Benedicto: el mismo del último Papa que había renunciado. Ahora, vemos ese gesto como una anticipación de lo que él mismo hizo, años después.

Además, ese nombre puede referirse a San Benito de Nursia, patrón de Europa. Siempre proclamó Ratzinger algo absolutamente indiscutible, que todos deberíamos saber: nuestra cultura europea nace de una triple raíz, el cristianismo, la filosofía griega y el derecho romano.

Frente a los que le acusaban de altanero y distante, en sus primeras palabras como Papa se autodefinió: «Soy un simple y humilde trabajador, en la viña del Señor».

Su libro Jesús de Nazaret –y toda su amplia obra– parten de una cuestión básica: intentar acercar la fe y la razón. En la Universidad de Bonn, habló sobre «El Dios de la fe y el Dios de la filosofía». En la de Ratisbona, tituló su discurso, simplemente, «Fe y razón».

Para abordar una cuestión tan compleja, sostiene Ratzinger que el método histórico y el filológico son necesarios pero insuficientes. En una sociedad como la nuestra, a la que define como neopagana, por rendir culto al dinero, al placer y al poder, es inexcusable plantear la pregunta básica: ¿es posible, hoy, seguir siendo cristiano?

La respuesta de Ratzinger es clara: ser cristiano no es una decisión ética sino la aceptación del encuentro con una Persona. No se llega a Dios desde la moral – aunque la fe tenga consecuencias morales muy beneficiosas – sino por reconocer a Jesús como Hijo de Dios. La omnipotencia divina se ha manifestado a través de la persona real, histórica, de Jesús de Nazaret.

Ratzinger es profundo pero nunca es abstruso ni, mucho menos, pedante. Supera las abstracciones y el relativismo historicista, tan frecuente hoy

Un lector español puede recordar que esta primacía de la fe religiosa sobre la ética es lo mismo que defiende nuestro Miguel de Unamuno, obsesionado por la muerte y por el sentimiento trágico de la vida.

A Pascal y a los jansenistas les angustiaba lo que llamaban «el silencio de Dios»: el hecho de que no se manifieste más claramente, en el mundo. Para Ratzinger, esta angustia nace del hecho de que queramos imponer un Dios a nuestra medida.

Se apoya él, sobre todo, en el Antiguo Testamento, en San Pablo, en San Agustín… Incluso para un no creyente, leer a Ratzinger supone una aventura intelectual extraordinaria.

Ratzinger es profundo pero nunca es abstruso ni, mucho menos, pedante. Supera las abstracciones y el relativismo historicista, tan frecuente hoy. Niega, por supuesto, que los avances tecnológicos hayan cambiado las cuestiones verdaderamente graves. Por eso, con sencillez, dedica grandes encíclicas a las tres virtudes cristianas básicas, las mismas que leemos en el catecismo: la fe, la esperanza y la caridad.

Se esfuerza siempre Ratzinger por buscar y proclamar la verdad. A pesar de todos los pesares, tenemos –nos dice– un motivo firme para la esperanza: «En la alegría al Señor resucitado, sigamos adelante». Es lo mismo que ya proclamó San Pablo, en su Primera Epístola a los Corintios: «Muerte, ¿dónde está tu victoria?».

Otra gran figura religiosa y filosófica, Newman, cuando fue elegido cardenal, eligió este lema: «Cor ad cor loquitur» (‘Al corazón sólo se llega desde el corazón’).

Coincide con él el Papa Benedicto, al que algunos denigraron como frío intelectual, cuando concluye que nuestra fe debe ser «una respuesta de amor». Por eso, las últimas palabras de Ratzinger fueron las más sencillas: «Señor, ¡te amo!».

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