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30 de abril de 2024

DELENDA EST CARTHAGODeclan

Consensos fugaces, culpas permanentes

Siempre es bueno preguntarse si una respuesta moral concreta está o no urgida por la necesidad de permanecer dentro del consenso ambiental

Actualizada 09:49

Muchos años de historia acumulada dan para aprender muchas lecciones, que no siempre son custodiadas como merecen. Una de las grandes lecciones para la Iglesia en los albores de la Edad Moderna fue el caso Galileo. En una época donde la astronomía era una de las ciencias más pujantes, persistía el modelo clásico de comprensión de los saberes, de tal forma que matemáticas, metafísica, teología y observación empírica debían armonizarse dentro de una única comprensión posible para todos los fenómenos. Si esto lo traducimos a términos actuales, podríamos hablar de que existía un consenso de la comunidad científica en cada una de las cuestiones, y las novedades debían ir encajando en ese sistema de comprensión del mundo.
No era fácil dedicarse a la observación empírica de los fenómenos. No bastaba con describirlos y avanzar hipótesis. Era necesario integrarlos en una cosmovisión donde Platón, la Biblia, Aristóteles, Galeno o Heródoto tenían algo que decir. Intentar armonizar el resultado de lo observado con las sentencias de los antiguos, o más aún con la Sagrada Escritura, era parte del quehacer de la ciencia del momento. El caso de Galileo ante la Iglesia supuso el examen de una observación empírica correcta en algunas –no todas– de sus conclusiones, pero forzada a enfrentarse a la autoridad de los antiguos, particularmente Aristóteles. Además, Galileo quiso hacer decir a la Escritura cosas que difícilmente podría decir, buscando el refrendo de su autoridad. El conflicto estuvo servido durante más de 20 años, enfrentando a distintas comunidades del saber de la época, repartiéndose las fidelidades por las doctrinas geocéntricas y las heliocéntricas, eso sí, siempre dentro del sistema de consenso de un único saber armonizado. Al final, Galileo será condenado por romper la prohibición de presentar más pruebas a favor del heliocentrismo, dentro de un proceso en donde las enemistades y miserias humanas hicieron su triste aparición. El tribunal de la Inquisición romana terminará condenando a Galileo, el cual ha de retractarse para librarse de la pena de cárcel –no así del arresto domiciliario– y el consenso parece aguantar el embate. Solo con la extensión del método científico moderno durante el siglo XVII comenzará a cuestionarse la necesidad de armonizar todos los saberes bajo una estructura metafísica rígida, donde la teología ocupaba la cúspide. Y es que el consenso entre los científicos, tanto antes como ahora, no brota de los datos exclusivamente, sino sobre todo de la interpretación de la suma de los datos. Y en la interpretación siempre hay relatos dominantes, algo en sí mismo muy poco compatible con el método científico.
Hoy también siguen existiendo consensos en la comunidad científica. Siempre han estado presentes. Una mirada a la ya larga historia de la Iglesia nos ayuda a comprender que, en su devenir histórico, está inmersa en la sociedad de los consensos. No es difícil que en muchas de sus aproximaciones a las ideas y los hechos de cada época, para hacer las debidas apreciaciones morales para orientar a los fieles, la respuesta no pueda librarse del todo de estar enmarcada en el consenso cultural de cada momento.
Que la Iglesia haga pronunciamientos sobre temas bioéticos, sociales o económicos siempre tiene el riesgo de hacerlo dentro del marco de los consensos doctrinales del momento. Hoy encontramos en el clima, la visión maltusiana de los recursos o la propia comprensión de la sexualidad humana amplios consensos en las sociedades occidentales. Consensos que, una vez abandonados de un modo u otro en el futuro por las sociedades al empeñarse en otros nuevos, solo dejan el rastro de aquellas personas e instituciones que los defendieron de forma entusiasta al haberlos hecho propios. Como la Iglesia ante la cosmovisión clásica.
Si puede extraerse una lección, siempre es bueno preguntarse si una respuesta moral concreta está o no urgida por la necesidad de permanecer dentro del consenso ambiental.
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