El verdadero don Juan es santo y vivía en Sevilla en el siglo XVII
«De un infinito de nuevas vidas, ¡de eso es de lo que tengo necesidad, caballeros: simplemente de eso, y de nada más! ¡Ay! ¿Cómo colmar este abismo de la vida?», gritará el mujeriego y después venerable sevillano en la inmortal obra de Oscar V. Milosz, Miguel Mañara

La Sevilla del Siglo XVII era una ciudad rica, colorista, llena de riquezas y de magníficos monumentos. Pero al mismo tiempo estaba marcada por la pobreza y las enfermedades. A mediados de siglo, se van sucediendo hechos trágicos para la monarquía hispánica y para la ciudad. La Paz de Westfalia relega a España a un segundo lugar en la preeminencia del poder.

En Sevilla los desórdenes sociales, la peste, la sequía, provocaron la desaparición de buena parte de su población y el debilitamiento progresivo de su estructura económica. Sin embargo en la cultura es toda una potencia con artistas como Murillo, Roldán o Valdés Leal, que trabajaron en la decoración del Hospital de la Santa Caridad y mantendrían a la ciudad como un centro cultural de primer orden.

Miguel Mañara nació en Sevilla el 3 de marzo de 1627. Recibió desde la infancia la educación de caballero, entrando con sólo diez años a formar parte de la Orden de Calatrava. Cumplidos los trece años y tras fallecer sus hermanos mayores, pasa a ser el heredero. En 1648 y tras la muerte de su padre, contrae nupcias por poderes con Doña Jerónima Carrillo de Mendoza dedicando sus quehaceres a los cargos de provincial de la Santa Hermandad y de Alcalde Mayor de Sevilla. En 1661, a raíz de la muerte de su esposa, sufrió una profunda crisis personal que le llevó a cuestionarse el fundamento de toda su vida.

En poco tiempo empezó un proceso de profunda conversión. Mañara comprendió lo efímero de lo terrenal y decidió abrazar la vida religiosa retirándose como ermitaño. Después de varios meses, templado por el ascetismo, volvió a Sevilla como hombre profundamente renovado, dispuesto a llevar a cabo una labor grata a Dios. En aquel tiempo descubrió el trabajo silencioso y humilde llevado a cabo por la Hermandad de la Santa Caridad e insistió para ser acogido como hermano. Consciente de las penurias y dificultades de los más humildes empezó a proponer formas para el auxilio de los desheredados. Elegido Hermano Mayor en 1663, cargo que ostentaría hasta la muerte, promovió primero el hospicio y finalmente el hospital de la Santa Caridad. Miguel Maraña le dio un gran impulso al trabajo de la Hermandad redactando un nuevo reglamento y construyendo la iglesia de San Jorge y el hospital; convirtiéndose en el refundador de la hermandad de la Santa Caridad.

Tras su muerte, Miguel Mañara comenzó a ser objeto de veneración por muchos sevillanos. Esto incitó al arzobispo Spínola a iniciar la causa de beatificación con un proceso diocesano que concluyó después en un año. Después de vicisitudes históricas que retrasaron el proceso de beatificación entre ellos la pérdida de material de la documentación sustraída por las tropas napoleónicas hasta que el beato Marcelo Spínola, Cardenal Arzobispo de Sevilla, y hermano de Santa Caridad vuelve a promoverla a principios del Siglo XX.

Según Monseñor Giovanni Lanzafame, Capellán de la Hermandad: “La de Mañara es en el fondo una figura laica muy actual: ha vivido la época posterior al concilio de Trento, es un venerable y un potencial beato y santo, que ha vivido plenamente el amor por el Evangelio y que ha encarnado de manera admirable la fe y la esperanza. El venerable ha permeado a la Hermandad con ese carisma durante toda su vida como hermano y todavía hoy su espíritu “vive en esta Santa Casa".

El 6 de julio de 1985, san Juan Pablo II declaró las virtudes en grado heroico de Miguel Mañara, otorgando así al Siervo de Dios el título de 'Venerable'.
La Hermandad sigue promoviendo la continuación del proceso de beatificación, en contacto con los postuladores, y recibe la información de fieles y devotos que han recibido gracias de la mano del Venerable Mañara. Los días 9 de cada mes de celebra una Eucaristía conmemorativa, pudiendo los asistentes posteriormente venerarle en la Cripta de la Iglesia.
