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04 de mayo de 2024

El carácter españolAmando de Miguel

Las funciones sociales del sarcasmo

Aunque pueda parecer extraño, a veces, ocurre que, entre el crítico y el criticado, se establece una implícita corriente de simpatía

Actualizada 04:30

Como es sólito, leo (y, también, escribo) muchos comentarios de tipo político. Se refieren, normalmente, a la crítica de la gobernación de España. Recibo, sin pedirlos, otros muchos textos del mismo género. Destaca un tono común: los sistemáticos sarcasmos. Puede que los autores busquen la ironía, virtud muy difícil de ejercitar. Empero, las más de las veces, nos quedamos en el escalón más fácil de la mordacidad, lo satírico. Nos conformamos con el placer de que el objeto de nuestras burlas quede en ridículo. Puede que esta sea la fórmula de la tradición humorística española, la que va desde el Quijote hasta La Codorniz. Aun así, no me satisfacen tales egregios antecedentes literarios para el propósito que aquí me convoca.
Retengamos la curiosa etimología de las dos palabras apuntadas. En latín, la «ironía» es tanto como la burla, la búsqueda de la posición inestable del ridículo. En griego, el «sarcasmo» alude, extrañamente, a la «carne», esto es, a la herida en lo que se considera mollar. La ironía se conforma con un juego de palabras. El sarcasmo es menos intelectual, más punzante.
Los tonos sarcásticos de la crítica revelan un punto de impotencia; ridiculizan a los personajes destacados. Puede suceder que se consiga la finalidad contraria, de elevarlos, todavía más, en el ánimo de la opinión.
Hay que recordar, también, que ciertas figuras públicas se prestan a ser zaheridas por cualquiera que se fije en ellas. Son ridículas porque no se percatan de la mezcla de incompetencia que destilan. Vamos, son tontos importantes. Repasen los visajes de la ministra de Igualdad o los de su alter ego, la fundadora de Sumar. (Por cierto, entre las dos se abre un foso de celos). Ante el espectáculo de esas dos ilustraciones, cabe recordar la suprema ironía de aquel desesperado de la viñeta del genial hipocondríaco Chumy Chúmez: «Antes, no creía en nada; ahora, ni eso». Es el mejor humor de todos los tiempos. No debe confundirse con la fácil gracieta del cine español subvencionado. Los sarcasmos tratan de distanciarse del personaje, objeto de burla o desprecio. Llega a su máximo esplendor cuando acierta a burlarse de uno mismo. Una ilustración perfecta es el discurso de Woody Allen, a quien le habría gustado ser monógamo, como los católicos y las palomas.
La apelación a los sarcasmos se debe a que el autor desea ser reconocido como inteligente, agudo, original. Por desgracia, muchos de los ejercicios de este género no pasan de ser meras imitaciones de un desconocido original.
El lenguaje sarcástico reboza metáforas dislocadas, hasta el extremo de referirse a imágenes sagradas. Estas son algunas: «Para mayor inri», «comulgar con ruedas de molino» o «adorar al santo por la peana».
Aunque pueda parecer extraño, a veces, ocurre que, entre el crítico y el criticado, se establece una implícita corriente de simpatía. Esa es la insuperable ventaja del personaje criticado, en una palabra, del poder.
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