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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

«La Misa de Amor» (romance)

Con su unión de amor y humor, este poema era uno de los preferidos de Rafael Alberti

Actualizada 09:51

Fragmento del cartel de 'El día de los enamorados', de Fernando Palacios

Fragmento del cartel de 'El día de los enamorados', de Fernando PalaciosGTRES

Cuenta la leyenda que el romano San Valentín casaba, en la cárcel, antes de que murieran, a los soldados con sus novias. Su fiesta, el 14 de febrero, surgió como día del amor o de los enamorados: una respuesta cristiana a las fiestas lupercales paganas.

En España, no tuvo esta fiesta gran arraigo. No me parece exagerado decir que la implantó aquí Pepín Fernández (Galerías Preciados).

La afianzó la película El día de los enamorados (1959), dirigida por Fernando Palacios, que seguía a Las chicas de la Cruz Roja: cuenta que el santo (el simpático Jorge Rigaud) baja una vez al año a la tierra para ayudar a las parejas con problemas (Conchita Velasco y Antonio Casal; María Mahor y Tony Leblanc; Katia Loritz; Mabel Karr). Casi toda España repetía entonces la popular canción de Augusto Algueró, «Hoy es el día / de los enamorados», interpretada por Monna Bell.

En estas fechas, no es fácil seleccionar un solo poema español que cante al amor: ¡son tantos! Ya lo dijo Dante: «El amor, que mueve el sol y las otras estrellas». Y los Beatles: «Todo lo que necesitas es amor».

He elegido esta vez un romance clásico, tradicional: La Misa de Amor. Los viajeros románticos, enamorados de nuestro país, afirmaban que, para entender bien a España y a los españoles, se debían llevar en la maleta dos libros: el Quijote y el Romancero.

Siempre se ha dicho que España es el país del Romancero: este género poético expresa la sensibilidad y los valores más típicos de nuestra cultura.

La definición más clara de un romance es la métrica: un número indeterminado de versos (serie, no estrofa), de ocho sílabas, que riman en asonante los pares y quedan libres los impares.

La rima asonante es la más natural, en español. También lo es el octosílabo, hasta en la prosa: parece que coincide con nuestra entonación espontánea. Ocho sílabas tiene, por ejemplo, la frase inicial del Quijote: «En un lugar de la Mancha».

Un dato importante: el Romancero se extiende, a lo largo del tiempo, desde el origen de la literatura española hasta hoy mismo.

Nacen lo romances, según Menéndez Pidal, su máximo estudioso, por la fragmentación de los poemas épicos. Los juglares transmitían oralmente al pueblo estas historias. Luego, el pueblo los aprendía de memoria (del todo o en parte) y los recitaba: «La esencia de lo tradicional está en la reelaboración de la poesía por medio de las variantes». Lo explica Pidal con una certera metáfora: se parecen a los guijarros, que están en el cauce de un río, pulidos por el agua, hasta alcanzar su forma más bella.

A los viejos temas heroicos de la épica se unieron luego, en el Romancero, otros temas nuevos, novelescos y líricos, que coincidían con las baladas de toda Europa: historias de venganzas, de cautivos, de mujeres mal maridadas, de doncellas que se visten de hombre para ir a la guerra y recuperar a su amado…

A partir del Renacimiento, con su estimación de lo popular, nacen los romances artísticos. Los escriben los mejores poetas: Lope, Góngora, Quevedo. Les ponen música los mejores compositores del Siglo de Oro. Se publican en colecciones de Romanceros y Cancioneros. El ejemplo máximo es ese Entremés de los romances, anónimo, que pudo estar en la raíz del Quijote.

A la vez, los judíos sefardíes, expulsados de España, llevaron sus romances por el Norte de África, Grecia, Turquía… Todavía hoy los cantan, en su lengua judeo-española.

Con el romanticismo, volvió la afición por los romances: los escribieron, entre otros, el duque de Rivas (Romances históricos) y Zorrilla (Leyendas).

En el siglo XX, han escrito romances casi todos los grandes poetas: Antonio Machado (La tierra de Alvargonzález), Federico García Lorca (Romancero gitano), Miguel Hernández (Cancionero y romancero de ausencias)…

La Misa de Amor es un romance muy lírico. Existen muchas versiones, con variantes; algunas, entre los judíos de Oriente. Otras veces, lleva los títulos La bella en Misa o La ermita de San Simón.

Comienza esta versión –igual que el romance de El conde Arnaldos– señalando que la escena sucede en la «mañanita de San Juan», tan cargada de simbolismo erótico: el solsticio de verano, la fecha mágica en la que toda la naturaleza se abre al amor.

El anónimo autor de este romance juega sabiamente con los colores. Los «ojuelos» de la dama son azul claros («garzos»). Lleva un poco de cosmético («alcohol»), para darles sombra. Su cara tiene el color rosa de las nubes, iluminadas por los rayos de sol («arrebol»). Viste un «mantellín de tornasol», que refleja la luz…

Con gran finura psicológica, se menciona el contraste en la actitud de los hombres y de las mujeres, al contemplar a la joven: «Las damas mueren de envidia / y los galanes, de amor».

Todo el poema culmina en la broma final, con ese paso irónico de lo sagrado al amor humano, que tanto le gustaba a Rafael Alberti.

La Misa de Amor (romance)

Mañanita de san Juan,

mañanita de primor,

cuando damas y galanes

van a oír Misa mayor.

Allá va la mi señora;

entre todas, la mejor:

viste saya sobre saya,

mantellín de tornasol,

camisa con oro y perlas,

bordada en el cabezón.

En la su boca, muy linda,

lleva un poco de dulzor;

en la su cara, tan blanca,

un poquito de arrebol,

y, en los sus ojuelos garzos,

lleva un poco de alcohol.

Así entraba por la iglesia,

relumbrando como sol.

Las damas mueren de envidia

y los galanes, de amor.

El que cantaba en el coro,

en el Credo se perdió;

el abad que dice Misa,

ha cambiado la lición;

monaguillos que le ayudan,

no aciertan responder, non.

Por decir: «Amén, amén»,

decían: «Amor, amor».

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