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Andrés Amorós
Lecciones de poesíaAndrés Amorós

El conmovedor autorretrato de Antonio Machado (1875-1939)

Con sencillez y belleza, nos hace asomarnos a lo más hondo del ser humano

Actualizada 09:51

Histórica fotografía de Antonio Machado

Histórica fotografía de Antonio MachadoEuropa Press

Hace una semana, señalé aquí la cercanía personal y poética de los dos hermanos Machado, Manuel y Antonio. Eso es compatible con su diferente carácter. Antonio es uno de los más grandes poetas españoles por la gravedad, la hondura, la profundidad de su pensamiento; también, por la expresión justa, medida, ascética. Como señala José Luis Cano, es un romántico contenido.

Al contrario de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado es un poeta de mayorías (en la medida en que un poeta puede serlo). Durante muchos años, ha sido un auténtico best-seller la edición, en la colección Austral, de sus Poesías completas (que, en realidad, no son completas).

Comparte con su hermano Manuel sus raíces: la poesía popular andaluza, recopilada por su padre, Demófilo. El hondo romanticismo de Bécquer, otro sevillano. La ideología de la Institución Libre de Enseñanza. La influencia del modernismo de Rubén Darío y de los poetas simbolistas franceses (en el libro Soledades).

La diferencia más evidente entre la poesía de los dos hermanos es que Manuel permaneció siempre fiel a la estética modernista, mientras que Antonio evolucionó hacia otros horizontes.

En primer lugar, hacia la descripción de Castilla y la crítica de una España dormida, cercana al espíritu del Noventayocho (en el libro Campos de Castilla). Luego, hacia la poesía honda, neorromántica, que canta, en forma desnuda, los grandes temas: la soledad, la melancolía, el ensueño, el tiempo, el recuerdo, la muerte (en el libro Nuevas canciones). Al final, escribe Antonio coplas de apariencia popular, pero de gran profundidad filosófica, influidas, entre otros, por Bergson.

En 1909, Antonio se casa con Leonor, que tiene sólo 15 años. Ella muere tres años después, dejándolo sumido en el dolor:

  • «Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
    Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar».

Años después, escribe otros poemas de amor, sus Canciones a Guiomar. (Así se llamaba la esposa de Jorge Manrique, uno de sus poetas más queridos). No hace mucho, se ha confirmado que esos poemas no son una ficción literaria, sino que expresan su amor de madurez por una mujer casada, la poetisa Pilar de Valderrama.

La conoce en Segovia, en 1928, y vuelve a sentir entonces «la flecha de un amor intempestivo», una nueva ilusión. Sus cartas de amor –no todas se han conservado– parecen las de un adolescente enamorado. La guerra los separa definitivamente.

Define así Antonio Machado la poesía:

  • «Ni mármol duro y eterno,
    ni música ni pintura,
    sino palabra en el tiempo».

Esta concepción de la poesía como «palabra en el tiempo» se repitió mucho, durante el franquismo, como argumento para defender una literatura comprometida con la realidad histórica.

Dedica también poemas Antonio Machado a la reflexión sobre nuestra patria. Su crítica adopta a veces tonos duros, claramente noventayochistas:

  • «Españolito que vienes
    al mundo, te guarde Dios.
    Una de las dos Españas
    ha de helarte el corazón».

Pero también nos da una lección esperanzada: «Hoy es siempre todavía».

El pasado sábado, recogí en esta sección el precioso poema autobiográfico de Manuel Machado, Adelfos. De un tono muy distinto, pero también muy hermoso, es el poema equivalente de Antonio. Se titula Retrato y abre el libro Campos de Castilla.

El verso que emplea aquí Antonio Machado es el alejandrino, de 14 sílabas, dividido por una pausa central en dos partes, de siete más siete. Tiene larga tradición en nuestra literatura, desde Gonzalo de Berceo, pero vuelve a ponerse de moda en el modernismo. Como estrofa, utiliza serventesios: cuatro versos, que riman ABAB. El poema comprende 9 estrofas.

La primera, que se ha hecho muy popular, comienza con sus recuerdos infantiles de Sevilla: el patio del Palacio de las Dueñas, de los duques de Alba, donde trabajaba su padre. A él dedica también un soneto, en su libro Nuevas Canciones. Lo evoca, primero, como un joven que lee, hojea libros, medita. Luego, el padre parece adelantarse en el tiempo, imaginando el momento en el que su hijo Antonio tendrá ya la cabeza cana (y el padre, obviamente, ya no podrá verlo). Ese soneto comienza así:

  • «Esta luz de Sevilla,… Es el palacio
    donde nací, con su rumor de fuente…»

Los recuerdos de su infancia y de la luz de Sevilla acompañan a Antonio toda su vida. Cuando muere, en Coilloure, encuentran en el bolsillo de su chaqueta un papelito, en el que había escrito su último verso:

  • «Estos días azules y este sol de la infancia».

Se gana la vida Antonio Machado como profesor de francés, en Soria, Úbeda, Segovia y Madrid. Descubre el paisaje espiritual de Castilla, decisivo para él: «Cinco años en Soria orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano». Allí, además, encuentra el amor:

  • «Mi corazón está donde ha nacido,
    no a la vida, al amor, cerca del Duero».

La segunda estrofa del poema se refiere a su experiencia sentimental. Afirma que no ha sido nunca un Don Juan y pone dos ejemplos. Uno, de la vida real, el de don Miguel de Mañara, el noble andaluz, famoso por sus amoríos y por su posterior conversión.

En el pórtico de la iglesia sevillana de la Caridad está su tumba, colocada allí, como él quería, para que todos pudieran pisarla, con su barroco y desmesurado epitafio: «Aquí yacen los huesos y cenizas del peor hombre que ha habido en el mundo».

El otro ejemplo de Don Juan que señala es el del marqués de Bradomín, el protagonista de las cuatro Sonatas de Valle-Inclán: un Don Juan «feo, católico y sentimental».

Ni a uno ni a otro se compara Antonio Machado, pero sí reivindica que conoció el amor: «la flecha que me asignó Cupido». Y se describe con humildad: «Ya conocéis mi torpe aliño indumentario» (tampoco mentía en esto).

En la tercera estrofa, alude a su ideología, con una curiosa metáfora: «Hay en mis venas gotas de sangre jacobina». Los jacobinos eran la facción más violenta y sanguinaria de la Revolución francesa. Machado no quiere trasladar a su obra ese radicalismo, no quiere escribir poesía sectaria: «Pero mi verso brota de manantial sereno». (No se libró de ese riesgo en los poemas escritos durante la guerra civil).

Concluye el serventesio con una fórmula coloquial que se ha hecho justamente famosa: «Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno». Nadie se atrevería a decir otra cosa de Antonio Machado: en él, la ética iba totalmente unida a la estética.

De su estilo literario se ocupan las tres estrofas siguientes. Defiende Machado que ha unido lo clásico con lo contemporáneo: «Corté las viejas rosas del huerto de Ronsard». El tema de la rosa es frecuente en la obra de este poeta renacentista francés, Pierre de Ronsard (1524-1585). Unas veces, como simple elogio de la amada:

  • «Coge esta rosa, amable como tú,
    que eres, entre las rosas, la más bella».

Lo más probable es que se refiera Machado a un muy famoso soneto de Ronsard, «Quand vous serez bien vieille…» (de los Sonetos a Helena, 1578). Traduzco su final:

  • «Vive, si tú me crees: no esperes a mañana,
    coge ya desde hoy las rosas de la vida».

Es éste el viejo tema clásico del carpe diem, tan frecuente en nuestra literatura clásica (Garcilaso, Góngora), que llega hasta un reciente libro de Emilio del Río y una canción de Alaska.

Intenta Machado dar forma nueva a la belleza clásica, pero se aleja de los excesos del modernismo: «Los afeites de la actual cosmética». A ellos se refiere también como «el nuevo gay-trinar», con una clara alusión a la poesía provenzal. (Dentro del modernismo filosófico, un libro de Nietzsche se traduce al español con el título La gaya ciencia).

Defiende una poesía personal, auténtica, que no imite a nadie; una voz nacida de lo hondo del sentimiento, no un eco que repita lo que los otros han dicho: «A distinguir me paro las voces de los ecos».

En la estrofa 6ª, supera Machado el dualismo de las etiquetas críticas: «¿Soy clásico o romántico?». Responde con gran sentido común: no importa quién ha hecho una cosa sino para qué se utiliza. Traducido al arte: dentro de cada escuela, hay artistas buenos, regulares y mediocres.

Culmina el poema en las tres últimas estrofas, en las que el autoanálisis de Antonio Machado se centra en lo más íntimo. Él es, sin duda, un hombre solitario: «Converso con el hombre que siempre va conmigo».

Ha aprendido «el secreto de la filantropía»: usa esta palabra, en vez de mencionar la caridad cristiana. (Su padre escogió el seudónimo «Demófilo», muy cercano a «filántropo»).

La actitud religiosa de Antonio Machado es bastante cercana a la de Unamuno: no la creencia firme ni la increencia segura, sino la búsqueda constante: «Quien habla solo espera hablar a Dios un día». Pero esa búsqueda no encuentra respuesta cierta, lo confiesa en otros poemas:

  • «Amargura
    de querer y no poder
    creer, creer y creer».
    Por eso, fluctúa, según los momentos.
    «Hora de mi corazón:
    la hora de una esperanza
    y una desesperación».
    O, con tintes más trágicos:
    «Ayer soñé que veía
    a Dios y que a Dios hablaba;
    y soñé que Dios me oía:
    después, soñé que soñaba».

Este último verso es el título que dio Carmelo Bernaola –por sugerencia mía– a su homenaje musical a Antonio Machado.

En la penúltima estrofa, proclama Machado su orgulloso sentido de la independencia y su reconocida austeridad: «Y, al cabo, nada os debo…» Desemboca todo esto en un final ambiguo, misterioso.

En los poemas de Antonio Machado, la metáfora del mar suele aludir a la muerte: «el último viaje». Reitera ahora su desprendimiento de todos los bienes mundanos: «ligero de equipaje, / casi desnudo…».

No se trata de una alegoría, que tenga una traducción clara, segura, sino de un símbolo, abierto a la interpretación de cada lector. No sabemos con certeza quiénes son estos «hijos de la mar»: ¿los animales marinos, los marineros, cualquier hombre? En todo caso, nos conmueve profundamente, igual que la «noche oscura» de San Juan de la Cruz o la «negra sombra» de Rosalía de Castro.

Muchos lectores nos sabemos de memoria algunos versos de este poema: son frases que podríamos decir en una conversación, sin que nadie advirtiera que se trata de versos. Su naturalidad les añade fuerza expresiva. Con toda sencillez, Antonio Machado nos acerca a los misterios más hondos del ser humano: ése es su secreto.

Retrato

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.


Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido

-ya conocéis mi torpe aliño indumentario-,

mas recibí la flecha que me asignó Cupido

y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.


Hay en mis venas gotas de sangre jacobina

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.


Adoro la hermosura y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética

ni soy un ave de ésas del nuevo gay-trinar.


Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos

y escucho solamente, entre las voces, una.


¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.


Converso con el hombre que siempre va conmigo

-quien habla solo espera hablar a Dios un día-;

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.


Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.


Y, cuando llegue el día del último viaje

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontrareis a bordo, ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

Antonio Machado.

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