El misterio de uno de los mejores sonetos anónimos en español: «No me mueve, mi Dios, para quererte…»
Durante siglos se ha discutido quién es el autor de uno de los mejores sonetos de toda la literatura española

Cristo crucificado, de Velázquez
En vísperas de la Semana Santa, he elegido un hermoso soneto religioso, anónimo. No es la única obra importante de nuestra literatura, en que eso ocurre: no conocemos el nombre del autor del Lazarillo de Tormes, la primera novela moderna; también se ha discutido mucho sobre Fernando de Rojas, supuesto autor de La Celestina, y sobre Juan Ruiz, supuesto autor del Libro de buen amor.
El soneto A Cristo crucificado se suele citar también por su primer verso: No me mueve, mi Dios, para quererte. Aparece en todas las antologías de poesía española; en la mayoría, figura como obra anónima.
Todos los comentaristas lo ponen en relación con el ambiente religioso español, en la época de la Contrarreforma. Es frecuente ilustrarlo con cuadros de Velázquez, Ribera, Zurbarán o Murillo. También podría señalarse su cercanía a la gran música española de la época; por ejemplo, al extraordinario Tomás Luis de Victoria.
Circuló este soneto, como entonces era habitual, en muchos manuscritos españoles –y también, italianos–. Apareció impreso por primera vez en 1628, en una obra del presbítero Antonio de Rojas, que incluye un apartado titulado Poesía mística: sin duda, es una selección de los poemas que a él más le gustaban, no de los escritos por él. Muy pronto, se tradujo el soneto a las principales lenguas.Sin entrar en detalles engorrosos, resumo las polémicas sobre su autoría. Como posibles autores, se ha mencionado a Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, Lope de Vega, Quevedo… Ninguno de los defensores de estas teorías han aportado pruebas documentales, ideológicas o estilísticas que resulten plenamente convincentes.
Santa Teresa suele usar versos más cortos, no endecasílabos. Ni San Francisco Javier ni San Ignacio de Loyola tienen el prestigio poético suficiente para atribuirles este soneto. Se ha pensado en San Ignacio por la semejanza de lo que dice el poema, «muéveme el verte», con la técnica devocional contemplativa que proponen los Ejercicios espirituales.
Por la calidad poética del soneto, se ha defendido que pudo escribirlo Lope de Vega (más de cien sonetos aparecen en sus Rimas sacras) o Quevedo, pero el estilo de este poema no parece coincidir con el de ninguno de los dos autores.
El de este soneto es directo, vigoroso, insistente, sin juegos de ingenio. No olvidemos que, en España, en ese momento, existía una amplia tradición de poemas espirituales.
En 1915, el erudito mejicano Alberto Carreño propuso una nueva atribución, la del agustino fray Miguel de Guevara, un misionero de Michoacán: incluye el soneto en una obra manuscrita, dedicada al aprendizaje de una lengua indígena. Pero esa obra es de 1638, diez años posterior a la edición que he mencionado.
Se ocupó de este problema el muy sabio don Marcelino Menéndez y Pelayo, en su discurso de ingreso en la Real Academia. Su conclusión me sigue pareciendo válida: «No hay el más leve fundamento para atribuirlo a tan alto origen. Hemos de resignarnos a tenerlo por obra de algún fraile oscuro».
Es lógico pensar que algunas teorías propuestas han obedecido al deseo de atribuir un poema tan hermoso a un poeta mexicano; también, que algunos frailes han defendido que lo escribió alguien de su misma Orden.
Más allá de esta larguísima polémica, conviene centrarse en la doctrina básica que expone este soneto: el puro amor a Dios, que no obedece a la esperanza en el premio ni al temor por el castigo.
El gran erudito francés Marcel Bataillon —autor del monumental estudio sobre Erasmo y España— encontró algo muy próximo a ese sentimiento en las obras de Juan de Ávila; por ejemplo, en su Glosa del Audi Filia:
«Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra».
Al margen de quién lo escribiera, no cabe duda de que se trata de un soneto logradísimo, de impecable factura, que impresiona fuertemente a cualquier lector.
Su desarrollo puede explicarse como una referencia a las tres potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. En el primer cuarteto, la memoria nos recuerda que ni el temor al infierno ni la esperanza del cielo deben ser la causa de nuestro amor por Dios.
En el segundo cuarteto, el entendimiento nos lleva a recrear la imagen de Cristo Redentor, en la Cruz. En los tercetos, la voluntad debe llevarnos al más firme amor de Dios.
Usa el soneto una técnica compleja, barroca, con la repetición de las concesivas: «aunque… aunque…» Así, logra transmitir con fuerza la idea básica: la doctrina del amor a Dios, puro, desinteresado, que culmina en el paralelismo de los versos 10 y 11: «Que aunque no hubiera cielo, yo te amara / y aunque no hubiera infierno, te temiera».
Sea cual sea su autor, no cabe duda de que éste es uno de los más hermosos frutos que produce la literatura religiosa de nuestro Siglo de Oro: también, un valioso testimonio de la sensibilidad española de aquel momento.
A propósito de este soneto, comentó hace unos años mi amigo y excelente poeta Luis Alberto de Cuenca: «Todos los españoles nos lo sabemos de memoria». ¿Sigue sucediendo así hoy, en la España de Pedro Sánchez y de la pedagogía que desprecia la memoria? Opinen ustedes.
«A Cristo crucificado»
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor: muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Otras lecciones de poesía:
- José Zorrilla: Don Juan Tenorio
- Fray Damián Cornejo: Soneto.
- Jorge Manrique: Coplas a la muerte de su padre.
- Bécquer: Rimas.
- Cervantes: Soneto al túmulo de Felipe II.
- Antonio Machado: Retrato.
- Manuel Machado: Adelfos.
- Anónimo: La Misa de Amor (Romance).
- Rosalía de Castro: Dicen que no hablan las plantas.
- Valle-Inclán: Testamento.
- Baltasar del Alcázar: Cena jocosa.
- Pedro Salinas: La voz a ti debida.
- Rubén Darío: Lo fatal.
- Francisco de Quevedo: A una nariz.
- San Juan de la Cruz: Noche oscura del alma.
- Esperando la Navidad: Magnificat / El canto de la Sibila.
- Lope de Vega: Soneto 126.
- Pedro Muñoz Seca: La venganza de don Mendo.
- Francisco de Quevedo: Soneto de amor.