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Españolismo sin complejosRobert Goodwin

Amigo, aquí tenemos buena gente y buena comida

Cuando recorría España, rumiaba para mis adentros cómo adaptar al ámbito ibérico la sentencia que me aconsejó mi padre: «Para almorzar bien y barato, pasadas las doce del mediodía, mantente atento a cualquier mujer matronal con aspecto de gustarle los manjares y síguela hasta el bistró donde acudirá a comer»

Madrid Actualizada 04:30

Españolismo sin complejos: Amigo, aquí tenemos buena gente y buena comida

Españolismo sin complejos: Amigo, aquí tenemos buena gente y buena comida

Cuando fui a Francia por primera vez, mi padre me dio un consejo: «Hijo, para almorzar bien y barato, pasadas las 12 del mediodía mantente atento a cualquier mujer matronal con aspecto de gustarle los manjares y síguela hasta el bistro donde acudirá a comer». Más tarde, cuando iba recorriendo España, rumiaba para mis adentros cómo adaptar la sentencia paterna al ámbito ibérico.

En 1994 acerté a presentarme en Marchena a un señor mayor, alto, delgado y con corte de pelo y bigote de militar jubilado. Nos acompañó a un mesón donde nos presentó al dueño: «Antonio –dijo– estos jóvenes amigos extranjeros quieren comer en condiciones». Declinó mi convite a tomar algo y se retiró a comer en casa. Comimos muy bien.

En 1995, en Logroño, preguntamos en la Plaza del Mercado a un policía joven, que nos informó sobre que un tío suyo «de bien» solía celebrar los cumpleaños, bautizos, y comuniones en lo que resultó ser un magnifico asador en la planta noble de un edificio antiguo.

Finales de 2006, en Toro. Esta vez mudé de estrategia al son de los cambios socioeconómicos y pedí el favor de orientarnos al director de sucursal del Santander. Nos mandó a un restaurante espectacular, en un comedor interior hecho de paneles de los 60, con un anfitrión formidable a la francesa y con una cadena majestuosa, otorgada como premio en un concurso gastronómico. Nos sirvió un cocido excepcional, un vino tan gloriosamente denso y seco que sigo un enamorado de los tintos de Toro, y uno de los mejores orujos que he disfrutado en ningún sitio. La última vez que pasé por aquella ciudad comunera no lo localizaba; si aún existe, agradecería el nombre a algún amigo lector.

En un agosto infernal de 1996 nos encontramos mi primo, una amiga y yo en una avenida de Alicante cerca al mar, ante un par de restaurantes de lujo que no nos podíamos permitir. Callejeamos hacia la ciudad, unos rubios casi derretidos por el calor, hasta que en una plazuela vimos a un señor de porte respetable, hablando por teléfono móvil, que en aquel entonces aún llamaba la atención. Charlamos un rato, me preguntó por mi acento guiri-andaluz y se puso a pensar. Quedamos algo pasmados cuando me dio las llaves de un Mercedes aparcado cerca y dijo que esperáramos dentro y que lo arrancáramos para aprovechar el aire acondicionado. Se puso a consultar con dos jóvenes que salían de un portal y al rato se montó y emprendimos viaje por la costa.

Nos contó que era de Badajoz y que lo habían destinado a Alicante cuando hacía la mili y allí se había enamorado de su mujer. A unos kilómetros, abandonó la costa y empezamos a subir por unas calles estrechas. Según procedíamos nos narraba que al casarse había formado una empresa constructora para desarrollar su vida familiar en las tierras de su mujer. De repente indicó un modesto bloque de pisos y explicó que era la primera obra que hicieron. A la vuelta de una esquina, vimos, al otro lado de un gran arroyo seco, una serie de enormes obras. «Y ése es nuestro último proyecto», nos dijo.

Unas manzanas más adelante caímos en un restaurante tipo pescador de toda la vida, ubicado en un humilde edificio antiguo de única planta, rodeado de construcciones nuevos. Ya no me acuerdo si era donde de joven galán solía ir con su futura mujer o si era donde habían celebrado su boda, pero la historia era que lo habían conservado tal y cual como era por motivos sentimentales. Ése mismo día celebraron una reunión familiar allí. Nos presentó a los dueños y se retiró a una gran mesa discretamente escondida tras un biombo. Comimos un arroz extraordinario y a mitad de la faena apareció una magnifica ración de langostinos. Al abonar la cuenta, el camarero nos aconsejó no despedirnos de nuestro liberal anfitrión. Tenía razón, era la única manera de librarle de su generosidad tan cien por cien ibérica como una chacina extremeña.

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