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26 de abril de 2024

Joao Gilberto

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Después del silencio, sólo Joao Gilberto

Un libro recién publicado y una película-documental indagan en el misterio de uno de los mejores músicos del siglo XX, padre de la bossa nova

¿Pertenecía Joao Gilberto a la noble estirpe de los «acostados», esas personas que en un momento de sus existencias deciden meterse en la cama para ya no abandonarla jamás, como el escritor Juan Carlos Onetti, al que su perro le mordía los bordes del pijama cuando lo veía en pie para que regresara raudo al catre? ¿O quizá el padre de la bossa nova llegó un día simplemente a la misma conclusión que Pascal, para el que «todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en su habitación»?
El último trecho de la existencia de uno de los artistas fundamentales del siglo XX, Joao Gilberto, el que sacó la música brasileña de las calles y la introdujo en templos sagrados como el Carnegie Hall o el Festival de Montreux, divulgando su rico mensaje por todo el mundo, transcurrió la mayoría del tiempo entre cuatro paredes. Alguien dijo que «odiaba tanto a la gente que no podía soportarla; amaba tanto a la gente que no podía soportarla». Su reclusión voluntaria dio lugar a todo tipo de leyendas y elucubraciones, como aquella que aseguraba que por las noches se erguía solo para a aullarle a la luna; o que vivía rodeado de perros y gatos con los que mantenía largas conversaciones sobre los asuntos más diversos.

Una agudo sentido del humor

El segundo de estos chascarrillos encierra algo de verdad. Gilberto se enclaustró para el resto del mundo, que tuvo que conformarse con seguir escuchando esa voz hipnótica, cálida y aterciopelada ya solo a través de alguna de las veinte grabaciones que nos legó. Pero para varias de sus amistades no llegaría a desaparecer del todo. Como había hecho siempre, también en el apogeo de su carrera, podía llamar a cualquiera por teléfono, incluso de madrugada, y charlar durante horas. Solía hablar de fútbol y tenis, de literatura, cine o música (a veces canturreaba alguna cosa), de la política de su país o de cualquier acontecimiento relevante que reclamara su atención, siempre con un agudo sentido del humor.
Su amigo Tim Maía lo definió así: «Joao no es una persona, es un teléfono». A veces interrumpía una de sus interminables llamadas para comer, no sin recomendarle antes a su interlocutor que no se le ocurriera abandonar la línea. A la media hora o así, podía volver a ponerse al aparato y continuar como si nada. Era como un vampiro. Lo que desconocía del exterior le llegaba a través de esos inagotables intercambios de pareceres sobre los asuntos aparentemente más triviales o los grandes hechos mundanos. Nada le era ajeno.

Bistec con arroz y ensalada

De ese modo el retiro no fue absoluto, mantenía un fino hilo con las personas, tanto amigos, familiares como algunos apenas conocidos. Durante diez años se mantuvo fiel a la misma dieta. Solicitaba a un único restaurante que le llevaran hasta su domicilio, todos los días, un bistec con arroz y ensalada. En ese tiempo desarrolló frecuentes conversaciones con el cocinero encargado de prepararle el singular menú. Le llamaba para confirmar la orden y aprovechaba además para hacerle toda suerte de preguntas acerca de él mismo y de su familia. Jamás llegaron a conocerse personalmente. Un empleado, que nunca alcanzó a verle el rostro, le dejaba la comida en la puerta misma de su apartamento.
Su peculiar comportamiento nunca suscitó dudas o comentarios maliciosos al encargado de su estricto almuerzo. En cambio, ese ascetismo, ese extrañamiento voluntario de la vida común, que lo convirtió en un excéntrico para muchos, constituyó un desafío a ojos de quienes deseaban profundizar en sus últimas causas. Gilberto los vio venir a todos y se negó a participar, al menos, en dos de los episodios más conocidos de intrusos que quisieron ahondar en su misterio para descifrar el enigma, auscultar el estado de su alma y bucear en su cerebro. Ninguno tuvo éxito.
Marc Fischer era un joven escritor alemán al que un desencuentro amoroso le llevó a viajar hasta Japón en busca de alivio para su malherido corazón. Uno de sus amigos nipones lo invitó a su casa, donde poseía una impresionante colección de vinilos. En una especie de altar se encontraban sus grabaciones favoritas, y coronándolo sobre el resto, un ejemplar de Chega de saudade, el disco aparecido en 1958 con el que Joao Gilberto había cambiado para siempre la historia de la música brasileña. Posiblemente atraído por el título, que podría ser traducido como Basta de nostalgia, Fischer pidió escuchar aquella joya, comenzando por la pista número 4, la canción de título más exótico, Hó Bá Lá Lá.
El visitante cayó inmediatamente rendido ante la aparente sencillez del cantante favorito de Tony Bennet, Joao Gilberto Prado Pereira de Oliveira, nacido el 10 de junio de 1931 en Juazeiro de Bahía. Expuesto con es ese estilo terso, con esa naturalidad que hacía fácil lo imposible para otros, aquel chico lacerado en lo más intimo se creyó el mensaje optimista del supremo hechicero: «Quien escuche el oba-lá-lá tendrá feliz el corazón, encontrará el amor, alguien comprenderá su corazón...».
No se sabe si trastornado por la atractiva oferta de sus letras, engañoso bálsamo para quien precise volver a creer en las artes de Cupido, o hipnotizado por la fluidez rítmica y melódica de aquella música, la perfecta simbiosis entre la voz, que mima cada palabra con dicción límpida, como una conversación entre amigos, y la guitarra, con sonido puro y flexible, adaptada como un guante a la delicadeza del cantante, lo cierto es que Fischer fue fatalmente reclutado hasta el prematuro final de sus días por el arte inimitable de Gilberto.

Una obsesión casi enfermiza

El escritor no volvería a pensar ya más en aquella novia perdida, pero en cambio desarrollaría una obsesión casi enfermiza por su nuevo ídolo. Se marchó hasta Brasil con el único objetivo de entrevistarse con el sumo sacerdote de la bossa nova, ya convertido en ermitaño, para consagrarle un libro. Lo buscó por todas partes con un ahínco y una devoción como pocos brasileños le habían mostrado nunca: al fin y al cabo era uno de casa. Pero lo más cerca que llegó a estar de su mito fue por conocer a algunas de sus amistades y antiguos compañeros de profesión; tratar con su segunda esposa, Miucha, madre de la cantante Bebel, y recorrer algunos de los mágicos lugares donde se forjó la historia del esquivo intérprete.
Incluso visitó uno de los baños de su adolescencia bahiana, improvisado estudio de notable acústica que Gilberto utilizaba para probarse. Allí transcurrían las horas muertas mientras perfilaba armonías, ensayaba acordes, tocando y puliendo meticulosamente su amplio repertorio, que también incluía canciones olvidadas de su país redescubiertas por él mismo, con el inodoro como improvisado taburete.

De 'Hobalala' a su biografía

Aunque no lograse su propósito, la peripecia de sus pesquisas le dio a Fischer para concebir finalmente su libro, titulado, cómo no, Hobalala, en el que junto a su inagotable pasión por la música de Gilberto narra todas las vicisitudes de la imposible búsqueda del genio distante. A él ni siquiera se le pondría nunca al teléfono, pese a los mensajes que le hizo llegar a través de varios emisarios, amistades comunes en algunos casos.
'Amoroso', la biografía de Joao Gilberto escrita por Zuza Hovem

'Amoroso', la biografía de Joao Gilberto escrita por Zuza Homem de Mello

Poco tiempo después de su regreso a Alemania, Fischer terminaría suicidándose con apenas 40 años. Curiosamente Zuza Homem de Mello, que sí trató en varias épocas de su vida al artista, fallecería tan solo cuatro días más tarde de haber completado las páginas de Amoroso, la biografía más cabal de Joao Gilberto, que en España acaba de publicar Libros del Kultrum, un logrado retrato con abundante y precisa información, trufado de mil detalles jugosos y juicios elocuentes, de obligada lectura para los amantes de la música, no solo la brasileña.

Una maldición en torno a su figura

En la interesante película que más tarde el realizador francés, Georges Cachot, rodó sobre la aventura de Fischer en Brasil, Where are you, Joao Gilberto?, una de las personas que trató y colaboró con el cantante en sus mejores épocas, el compositor Roberto Menescal, autor de O Barquinho, advierte al director y protagonista del filme de una posible maldición labrada en torno a la figura del cantante. Le repite lo mismo que antes ya le había dicho a Fischer. «Hay algo peligroso, oscuro en él. Cambia a las personas con las que tiene que ver. También podría cambiarte a ti (…) Podrías condenarte por el resto de tu vida.»
Miucha, compañera durante un largo trecho de su vida, identifica de algún modo esa faceta misteriosa de Gilberto con el poder magnético de su voz, prodigio de mil variadas sutilezas, con la que era capaz de seducir a cualquiera. «Ni siquiera necesita cantar, hasta por teléfono podía seducirte, hay algo en su voz que al escucharla te deja boquiabierta».
«No es que Joao cantara como hablaba: también hablaba como cantaba, articulando cada palabra con una dicción perfecta, sin alzar la voz, no se perdía nada de lo que decía, incluso si uno apartaba un poco el oído del teléfono. Su preocupación con la emisión de la voz siempre fue algo constante y en lo que puso toda su atención», explica Zuza Homem de Mello en Amoroso, título que evoca a conciencia una genuina obra maestra de la música, quizá su mejor disco. Esa voz, aún a través de los registros fonográficos, actúa como el sonido del flautista de Hamelin en el cuento de los hermanos Grimm. Canción a canción va tejiendo una tupida red. Primero te atrapa con la calidez de un susurro, luego te seduce al envolverte con el sentido preciso que otorga a cada palabra y finalmente te conquista para siempre situándote entre los elegidos de la fe gilbertiana.
Joao Gilberto

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Otro Gilberto famoso, Gil, sostenía que el ejemplar trovador les había enseñado a sus contemporáneos y a él mismo que «un hombre podía ser elegante y educado. Que la delicadeza pasó a ser una cuestión de postura en el escenario y de comportamiento en la vida». «A bossa e democrata, musica barata sen ningun valor», cantaba con humildad teñida de fina ironía quien mejor supo reivindicar la grandeza de la música brasileña, otorgándole ese toque definitivo de sofisticación para quienes reniegan de las raíces de su pueblo.
Joao Gilberto falleció el 6 de julio de 2019, antes de del encierro pandémico, para el cual él ya se había entrenado a fondo. «No es una exageración decir que fue uno de los músicos más influyentes del siglo XX, como guitarrista y también como cantante», afirmó el crítico Ted Gioia. «Es la cumbre de la elevada depuración para el sonido humano», añadió su compatriota biógrafo, desaparecido poco después. Aunque su mejor discípulo en elegancia y maneras de expresar, Caetano Veloso, ha sido quien más cerca ha estado nunca de condensar en una sola frase su arte: «Mejor que el silencio, solo Joao».
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