La Orquesta Nacional se asoma al abismo de ‘Wozzeck’ y sella un triunfo histórico
David Afkham comienza a despedirse de los conjuntos nacionales, situando el listón en lo más alto, con la programación de una de las esenciales obras maestras del teatro musical, que conmemora su primer siglo
El público premió con una gran ovación a la Orquesta Nacional tras la interpretación de 'Wozzeck'
«Que el mundo fue y será una porquería» ya lo resumió Santos Discépolo en la apretada síntesis de un tango de alcance universal, Cambalache, cuya vigencia se mantiene todavía absolutamente intacta a pesar de la fecha de composición, 1934.
Aquella visión de «un siglo XX caótico, problemático y febril» ya la había anticipado, también, nueve años antes, en esta otra orilla, un compositor vienés con mayores pretensiones de refinamiento artístico e intelectual, Alban Berg, en su primera ópera, Wozzeck, de cuyo estreno berlinés se conmemora justamente ahora su primer siglo.
Berg viene a contar más o menos lo mismo que su colega argentino: «El hombre es un abismo», proclama el desgraciado soldado protagonista de su historia, pero para ello se toma más tiempo, hora y media aproximadamente, a partir del texto de un joven poeta y dramaturgo, Georg Büchner, que ya en 1821 había intuido la catástrofe del hombre moderno (y antiguo, bien lo sabían los griegos: la soledad es el mal original que extiende su cuerpo de hidra ponzoñosa hasta el confín de los tiempos) en una obra un tanto deslavazada.
En el caso del alumno de Schönberg, además, el mensaje adquiere la envoltura no de una danza popular, concebida para el deleite espontáneo de parejas que se citan, a veces clandestinamente (lo que conferiría aún más interés al encuentro), en los cafés de los arrabales para espantar angustias ancestrales sino toda la ambigua profundidad de un drama musical que debía establecer un puente entre viejos procedimientos, músicas de antaño, y la novedosa propuesta de un lenguaje radicalmente nuevo, la expresión de la singular personalidad del autor, su apuesta por la originalidad.
Cien años más tarde, la audición de Wozzeck sigue siendo un fastidio para aquellos oyentes impacientes que solo desean disipar el tedio con las mismas melodías consoladoras, disfrutadas como una «playlist» circular, sin fin. Es una elección perfectamente comprensible que no admite censura: la curiosidad no viene de fábrica, se cultiva o no. Y por eso algunas personas, pocas, abandonaron la audición servida (en dos turnos, viernes y domingo) durante el transcurso del primer concierto de la nueva temporada de la Orquesta Nacional.
El resto, la complacida mayoría que al final estalló en el tipo de ovaciones reservadas solo para las ocasiones memorables, esas que remueven sinceramente por dentro, pudo asistir a la más intensa y seguramente mejor servida sesión de ópera de cuantas se han programado en este pródigo inicio de curso (cuatro títulos solo en la misma, última semana madrileña, que estos días parece París o Berlín: luego la cosa ya cambia).
Pocas veces suele darse este tipo de acuerdo casi ideal entre intérpretes (una orquesta en estado de gracia, un coro soberbio, unos cantantes de primer nivel, absolutamente implicados en su trabajo; una batuta de altos vuelos: hábil, inteligente, seductora), y una propuesta escénica que demostró, una vez más, lo ya sabido pero obstinadamente ignorado: la disposición de medios extraordinarios como los de los grandes teatros a menudo solo sirven para excitar la glotonería de los directores, distrayéndolos de lo relevante: la claridad expositiva puesta al servicio de la esencia del drama y no de sus propios caprichos, extravagancias y neuras.
Susana Gómez, la directora de esto que los franceses denominan apropiadamente «mise en space» (y ciertamente es una manera de aprovechar el espacio, por mínimo que parezca), solo necesitó de un único elemento funcional, la silla de barbero capaz de desdoblarse en camilla médica, lecho, patio de juegos infantiles y hasta cadalso para desplegar el drama.
Con eso a Gómez le bastó para subrayar una acción que, desde el inicio, solo puede encaminarse hacia su conmovedor desenlace. No hay otra salida para la pareja de antihéroes que conforman los perdedores Wozzeck y Marie, marionetas atrapadas para solaz y escarnio de los privilegiados en ese carrusel de infinitas iniquidades que la sociedad destina al lumpen, ayer como hoy.
El resto de la atmósfera asfixiante que se extiende desde el interior de los torturados personajes hasta la superficie de su entorno hostil vino sugerido por el hábil empleo de la luz, expresionista como las sombras de estos infelices atrapados en la tela de araña del destino. Y por supuesto por la acertada dirección de actores, cuyos precisos movimientos vienen ya sugeridos mediante esa extraña, pero a la vez cautivadora y plena de lógica, unidad de música y texto que logra Alban Berg.
Todos los intérpretes se mostraron absolutamente implicados, y esta vez han sido elegidos con particular esmero, sobre todo los dos protagonistas: a Martin Winkler, con esa voz gutural, ese timbre ácido no nos lo imaginamos nunca cantando Di Provenza il mar, pero el barítono alemán resulta ideal para encarnar a este tipo de personajes fronterizos entre una vocalidad surgida del habla común que se proyecta hasta el mismo desgarro, testimonio de su alucinada, miserable condición humana. Bordó su parte, pese a que en alguna ocasión se eche en falta, para acabar de perfilar toda su vulnerabilidad, algo más de sutileza en la expresión: Berg también apela al lirismo.
A Lise Lindsrom la conozco personalmente desde los tiempos en los que casi era la única Turandot posible en el mercado. Tanto que parecía encasillada definitivamente n un rol que paseó por todos los teatros del mundo, desde Nueva York hasta La Coruña. Pero ahora parece que al fin se ha despojado de la princesa de hielo para encarnar a otros personajes de poderosa sustancia dramática, de Brunilda a Elektra o Salomé (que ya cantó aquí), con merecido éxito.
La Marie de la elegante soprano norteamericana no puede suponer, ahora, un hallazgo: a sus extraordinarias cualidades vocales (con ese agudo que mantiene intacto cual saeta que se proyecta con la precisión de un rayo láser capaz de traspasar cualquier muralla orquestal, y su poderoso centro y buen grave) une las cualidades de una exquisita actriz-cantante, como pudo demostrar, por ejemplo, durante la estremecedora lectura de la Biblia.
Fantástica elección la del tenor mexicano Rodrigo Garull como Tambor Mayor, al que confiere toda su chulería por físico y aptitudes canoras: un spinto de recio instrumento. Buen nivel en las actuaciones de Stephen Milling, Jürgen Sacher, Tansel Akzeybek y Solgerd Isalv, todos adecuados en sus respectivos cometidos. Algo pálido, quizá en algunos instantes, el doctor del bajo Milling, pero en cualquier caso suficiente.
Cierto es que todos tuvieron que lidiar con el incontenible huracán desatado, por momentos, desde la amplia, generosa orquesta que exige Berg, aquí, además, sin el refugio del foso, que suele amortiguar las ráfagas de sonido.
Gran triunfador de la velada resultó David Afkham, seguramente decidido a imprimir su sello definitivo en esta dulce etapa artística de la ONE, ahora que se despide de Madrid. Wozzeck, como se encargó de demostrar Erich Kleiber ya en el estreno, es obra de director consagrado, capaz de extraer con honda, sutil y variada paleta la infinita riqueza de colores que contiene una obra de enorme complejidad en su dibujo. Se requiere control, energía y un preciso sentido dramático para encajar todas las piezas.
Los últimos diez o quince minutos, desde el asesinato, dejan al oyente/espectador clavado en su butaca entre el asombro, el espanto y la desesperanza. Aunque esa mezcla de estremecimiento y desolación aparezcan levente disimulados mediante esas gotas de inesperado lirismo que Berg se reserva casi para el final, quizá como si quisiera expresar: «Veis, yo también soy capaz de complaceros».
De ese modo destina algo de postergada ternura a sus desventuradas criaturas, posiblemente la intuición de un más allá más propicio a sus intereses, o un resquicio a la esperanza, en cualquier caso, rápidamente desvanecida, de otra ventura para el huérfano, algo improbable.
Todos los elogios para la orquesta, que ha realizado un trabajo descomunal con resultados magníficos, y también, en menor medida (pues su cometido no es tan señalado) para el siempre espléndido coro. Viven un gran momento.
Qué lástima que estas óperas que la ONE ofrece cada temporada, tan bien servidas a pesar de ser en concierto, no pudieran llevarse al escenario del Real, con estos mismos conjuntos: sería una colaboración que solo traería beneficios para el público, sobre todo si en ese caso se mantuvieran los moderados precios que ofrece la Nacional.